El viaje a Compostela
Es cierto lo que decía Brecht: hay que cantar también en
los tiempos oscuros. Y lo que decía Vallejo, hay golpes en la vida tan fuertes,
qué sé yo. Pero a veces la realidad de la vida no permite las palabras sino el
sentimiento, lo que viaja por dentro, lo indecible, lo que sólo está en la
mirada. Estos días ha sido y es tan impresionante el impacto de la tragedia de
Santiago de Compostela que ningún alivio, ni siquiera la quimera de que aún sea
tan solo una pesadilla, es capaz de hacer que el círculo concéntrico de la pena
halle otro aposento que la rabia.
Esta mañana, en la televisión, una joven de veintiún años que cambió de tren en Orense y ya no siguió el viaje que la debía haber llevado a esa ruta nefasta en la que el tren descarriló decía que aún sentía en su cuerpo y en su ánimo la sensación de rabia por el destino de muchos de los que sí habían seguido. En cierto modo, a ella le tocaba, o le hubiera tocado ese destino, su trayecto natural concluía en Santiago, pero el azar de los billetes la detuvo en otra ciudad, y allí se quedó con sus amigos. Le quedaba un consuelo, que no era capaz de sacarla de su decaimiento, sin embargo: los amigos que había hecho en ese tren atroz se habían salvado.
Pero murieron tantos. Uno ya son tantos, y ochenta son tantísimos. Soy de una generación que ya contempló muchas catástrofes, algunas de ellas en las islas Canarias, donde, en el aeropuerto de Los Rodeos, se produjo en mi juventud un accidente aéreo que aún pone los pelos de punta en las estadísticas y en los corazones. Más adelante vivimos otros azares atroces, como aquella tremenda escena de la niña Omayra muriendo ante la cámara en el proceso de las inundaciones del Nevado del Ruiz colombiano. La vida es, en algún momento, catástrofe; el verano (recuerden Biescas) convoca muchas de estas distracciones terribles de la alegría, estas tristezas inconmensurables de las que no se libra nadie, desde Indochina a Galicia, desde Estados Unidos a la India. Y no vale la advertencia de la precaución; los precavidos son también víctima de la fuerza de la coincidencia, de ese inclemente efecto mariposa que no se sabe dónde pica la flor maldita de la muerte.
Por razones que tienen que ver con la pasión literaria por Álvaro Cunqueiro me tocaba este fin de semana viajar a Mondoñedo, y ahí iré, pasando por Santiago de Compostela. Ahora, mientras escribo, está a punto de salir el avión; la ruta es la más bella entre las rutas bellas de España; allí, como diría Gonzalo Torrente Ballester, da la vuelta el aire de la civilización occidental, por allí pasan historias de poetas y artistas, sacerdotes y santos, laicos maravillosos y civiles que han hecho de su paso por la tierra una celebración de la vida. Y está el Obradoiro, y la gran literatura gallega, y la música. Sin duda, todo eso alivia del dolor, o debería; pero no es cierto, el dolor está instalado, es el presente más nítido y más terrible.
Hay un instante en que el dolor humano es una pelota que cabecea sin destino sobre la pared oscura de lo que no tiene razón ni esperanza. Damos el pésame, cubrimos al otro de la habitual retahíla sentimental de las condolencias, pero sabemos que no basta. Manuel Rivas, el gran poeta, envió a sus amigos una fotografía, horas después de la tragedia, en la que se veía un nido vacío. Era su símbolo de desolación tras la tremenda conmoción vivida en su tierra y vivida en todas partes.
La imagen inolvidable –el por qué del suceso—del tren rompiéndose en pedazos en medio de una lluvia de llanto no tiene otro parangón que la imagen de esas personas que lloran desesperadas mientras buscan, en las listas y en los hospitales, el resquicio de una esperanza. Pero esa foto del poeta constituye una metáfora singular, esencial, de lo que es la desolación cuando no se puede decir.
El nido vacío, el centro del mundo de pronto despojado de un ser. Decía Rivas que cada persona es una nación; en medio de ese nido en el que habita cada uno de nosotros está nuestro mundo de afectos, la mano a la que nos agarramos cuando estamos solos. Y cuando se vacía el nido ya alrededor todo es estupor en los alrededores de nuestra vida. Brecht tenía razón, pero cuánta razón tenía sobre todo César Vallejo. Hay golpes en la vida tan fuertes, qué sé yo.
Esta mañana, en la televisión, una joven de veintiún años que cambió de tren en Orense y ya no siguió el viaje que la debía haber llevado a esa ruta nefasta en la que el tren descarriló decía que aún sentía en su cuerpo y en su ánimo la sensación de rabia por el destino de muchos de los que sí habían seguido. En cierto modo, a ella le tocaba, o le hubiera tocado ese destino, su trayecto natural concluía en Santiago, pero el azar de los billetes la detuvo en otra ciudad, y allí se quedó con sus amigos. Le quedaba un consuelo, que no era capaz de sacarla de su decaimiento, sin embargo: los amigos que había hecho en ese tren atroz se habían salvado.
Pero murieron tantos. Uno ya son tantos, y ochenta son tantísimos. Soy de una generación que ya contempló muchas catástrofes, algunas de ellas en las islas Canarias, donde, en el aeropuerto de Los Rodeos, se produjo en mi juventud un accidente aéreo que aún pone los pelos de punta en las estadísticas y en los corazones. Más adelante vivimos otros azares atroces, como aquella tremenda escena de la niña Omayra muriendo ante la cámara en el proceso de las inundaciones del Nevado del Ruiz colombiano. La vida es, en algún momento, catástrofe; el verano (recuerden Biescas) convoca muchas de estas distracciones terribles de la alegría, estas tristezas inconmensurables de las que no se libra nadie, desde Indochina a Galicia, desde Estados Unidos a la India. Y no vale la advertencia de la precaución; los precavidos son también víctima de la fuerza de la coincidencia, de ese inclemente efecto mariposa que no se sabe dónde pica la flor maldita de la muerte.
Por razones que tienen que ver con la pasión literaria por Álvaro Cunqueiro me tocaba este fin de semana viajar a Mondoñedo, y ahí iré, pasando por Santiago de Compostela. Ahora, mientras escribo, está a punto de salir el avión; la ruta es la más bella entre las rutas bellas de España; allí, como diría Gonzalo Torrente Ballester, da la vuelta el aire de la civilización occidental, por allí pasan historias de poetas y artistas, sacerdotes y santos, laicos maravillosos y civiles que han hecho de su paso por la tierra una celebración de la vida. Y está el Obradoiro, y la gran literatura gallega, y la música. Sin duda, todo eso alivia del dolor, o debería; pero no es cierto, el dolor está instalado, es el presente más nítido y más terrible.
Hay un instante en que el dolor humano es una pelota que cabecea sin destino sobre la pared oscura de lo que no tiene razón ni esperanza. Damos el pésame, cubrimos al otro de la habitual retahíla sentimental de las condolencias, pero sabemos que no basta. Manuel Rivas, el gran poeta, envió a sus amigos una fotografía, horas después de la tragedia, en la que se veía un nido vacío. Era su símbolo de desolación tras la tremenda conmoción vivida en su tierra y vivida en todas partes.
La imagen inolvidable –el por qué del suceso—del tren rompiéndose en pedazos en medio de una lluvia de llanto no tiene otro parangón que la imagen de esas personas que lloran desesperadas mientras buscan, en las listas y en los hospitales, el resquicio de una esperanza. Pero esa foto del poeta constituye una metáfora singular, esencial, de lo que es la desolación cuando no se puede decir.
El nido vacío, el centro del mundo de pronto despojado de un ser. Decía Rivas que cada persona es una nación; en medio de ese nido en el que habita cada uno de nosotros está nuestro mundo de afectos, la mano a la que nos agarramos cuando estamos solos. Y cuando se vacía el nido ya alrededor todo es estupor en los alrededores de nuestra vida. Brecht tenía razón, pero cuánta razón tenía sobre todo César Vallejo. Hay golpes en la vida tan fuertes, qué sé yo.
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