En la película El dormilón (1973), Woody Allen nos traslada a
una fiesta esnob en un futuro improbable donde Diane Keaton, la
anfitriona, recibe como regalo un cuadro: “¡Es un auténtico keane!”,
exclama extasiada ante el lienzo de una niña de ojos grandes asomando
de una puerta realizado con un trazo rudimentario. La intención del
cineasta no era otra que hacer un chiste a costa de lo que en la época
se consideraba una corriente kitsch y denostada por la crítica. Con el tiempo, el arte bautizado como big eye o big eyed (retratos de niños, mujeres, perros y gatos con enormes globos oculares) pasó de baratija a codiciada joya underground. Fans confesos de Keane, como los artistas plásticos Mark Ryden y Takashi Murakami o el creador de Las Supernenas, Craig McCracken, han actualizado y concedido un barniz cool al estilo.
Pero mucho antes, en los años sesenta, hubo un crío que creció obsesionado con esas reproducciones populares que se vendían hasta en las gasolineras.
Con los años, el chaval rendiría tributo a algunos de los iconos que amasaron su desbordante imaginación: Batman, Ed Wood, Roald Dahl, Lewis Carroll… Hablamos, claro, de Tim Burton. El director cumple estos días el sueño largamente acariciado de llevar a la pantalla la vida de Margaret Keane, que hoy cuenta 86 años, iniciadora de este estilo pictórico y una de sus musas eternas.
Lleva años tratando de dar aliento al proyecto. Incluso, anunció hace un lustro que la rodaría con Reese Witherspoon y Ryan Reynolds como protagonistas. Finalmente, lo serán Amy Adams y Christoph Waltz. La película, titulada, evidentemente, Big eyes, comienza a rodarse este verano y verá la luz en 2014.
Su idilio con este arte para minorías se hizo público el día en el que el director se plantó en casa de Margaret Keane, en Sebastopol (California), para solicitarle que retratara a su novia de entonces, Lisa Marie, la marciana que se cuela en la Casa Blanca en Mars Attacks!
“Acababan de rodar esa película”, recuerda Margaret Keane por teléfono. “Vinieron con su chihuahua, y decidimos que tenía que posar también en el cuadro. Un perrito encantador, encantador…”, relata. “Años después vino a pedirme otro retrato de Helena Bonham Carter y su hijo, Billy, que entonces tenía tres años. Tim no quería salir, así que lo saqué escondido en una nube”.
El discurso naíf y la dulce cadencia con la que habla Margaret Keane contrastan con las turbulencias que sellaron su existencia hasta el día en que se hizo testigo de Jehová, a principios de los setenta.
Antes tuvo que escapar de un infierno matrimonial que la convirtió en pintora en la sombra mientras su marido, Walter Keane, se atribuía el éxito de sus cuadros (firmados como Keane, a secas). Durante algo más de una década se convirtió, literalmente, en prisionera de su éxito.
Él la confinó en casa a pintar, mellando su autoestima. “Walter era un genio del marketing y la autopromoción, pero un mal hombre”, relata. “Yo era extremadamente introvertida y solo me hacía feliz pintar. Y se aprovechó de eso. Antes de salir de casa me decía cosas como ‘estás horrible’, o, si teníamos una cita, ‘estás mejor con la boca cerrada’. Pasaba los días encerrada en casa. Tardé un par de años en darme cuenta de lo que estaba haciendo. Una noche fuimos a un club de jazz donde él vendía los cuadros. Con su ritual habitual, me dijo que me quedara en un rincón y que no hablara con nadie para no avergonzarnos. Hasta que alguien se me acercó, la conversación derivó a la pintura y me preguntó: ‘¿Así que tú también pintas, como Walter?’
. Ahí estábamos, en un bar lleno de pinturas mías. Me sentí humillada”.
Cuando plantó cara a su esposo y le amenazó con marcharse, él le imploró que le enseñara a pintar. “Lo intenté, sin ningún éxito. Sus talentos eran otros”.
Había conseguido colocar sus obras entre algunas de las estrellas de Hollywood. Joan Crawford, Kim Novak, Natalie Wood o Jerry Lewis formaban parte de su cartera de clientes. Incluso llegó a enviar una pintura suya a los infantes John Jr. y Caroline Kennedy a la Casa Blanca.
Los cuadros de Margaret se tornaron más oscuros.
Niños llorosos en callejones nocturnos o asomando escondidos de cajas. “Eran una traducción de cómo me sentía”. Walter la amenazó con que la mataría a ella y a su hija (fruto de un matrimonio anterior de Margaret) si osaba revelar la verdad. Ella reunió valor y puso un océano de por medio.
Dejó California para instalarse en Hawai en 1965, donde había pasado su luna de miel con Walter. “Pensé que sería incapaz de volverme a enamorar”, dice. Hoy está casada con el exdirector de comunicación de los San Francisco 49ers y columnista deportivo Dan McGuire.
Le quedaba otra guerra por librar: la recuperación de la autoría de sus cuadros.
Walter aún paseaba por ahí dándoselas de artista. Para entonces, las galerías populares y los grandes almacenes despachaban millones de pósteres y platos reproduciendo sus imágenes. En una entrevista con la revista Life proclamó que ni Rembrandt, ni El Greco, ni Miguel Ángel pintaban los ojos mejor que él. Harta, Margaret confesó en una entrevista radiofónica, en 1970, que los cuadros los pintaba ella y, por consejo de un reportero del San Francisco Chronicle, lo retó a un concurso de pintura en público en la Union Square de San Francisco
. Él respondió demandándola -el juez lo desestimó por ausencia de pruebas- y ausentándose 12 años a Europa.
A mediados de los ochenta reapareció, asegurando en una entrevista en USA Today que si Margaret se adjudicaba la autoría era porque pensaba que él había muerto.
Fue la gota que colmó el vaso. Esta vez le demandó ella por difamación. Hacía 20 años que no se veían las caras. Él tenía 70 (falleció en 2000), ella, 58.
El proceso duró cuatro semanas. “Mi abogado solicitó desde el primer día que nos pusiera a pintar juntos ante el jurado, pero el juez se negó y se negó. Finalmente, plantó dos caballetes. Walter se presentó con un maletín de pinturas, los pinceles y todo, pero alegó que tenía una lesión en el hombro y que le resultaba imposible pintar”. Ella remató un esmerado rostro de niño en menos de una hora. La causa quedó vista para sentencia. Walter fue condenado a pagar a Margaret cuatro millones de dólares por daños morales y psicológicos.
“Por supuesto, jamás vi ni un céntimo, pero yo no aspiraba a eso. Tan solo quería que el mundo supiera que esos eran mis cuadros”.
Hoy, gracias a uno de sus más ardientes seguidores, su historia será contada.
Los guionistas de Ed Wood, Scott Alexander y Larry Karaszewski, se han reunido en numerosas ocasiones con ella para no dejar ni un detalle fuera de la historia.
Y Tim Burton, que organizó un almuerzo para presentar el proyecto en el último Festival de Cannes junto a su distribuidor, Harvey Weinstein, le ha pedido que haga un cameo en la película. Ella se resiste. “Igual puede sacarme disfrazada o como extra, a lo lejos, que no se me vea mucho”, dice entre tímida e ilusionada.
Se contenta con saber que sus obras, que tanto rechazo han provocado entre los eruditos, hoy lleguen a alcanzar la cifra de 200.000 dólares
. También, con seguir recibiendo encargos, particularmente de centros de testigos de Jehová. “Acabo de terminar un Cristo a tamaño natural”, dice poco antes de colgar.
“El estudio de la Biblia y la búsqueda de la verdad guían hoy mis pasos”.
Pero mucho antes, en los años sesenta, hubo un crío que creció obsesionado con esas reproducciones populares que se vendían hasta en las gasolineras.
Con los años, el chaval rendiría tributo a algunos de los iconos que amasaron su desbordante imaginación: Batman, Ed Wood, Roald Dahl, Lewis Carroll… Hablamos, claro, de Tim Burton. El director cumple estos días el sueño largamente acariciado de llevar a la pantalla la vida de Margaret Keane, que hoy cuenta 86 años, iniciadora de este estilo pictórico y una de sus musas eternas.
Lleva años tratando de dar aliento al proyecto. Incluso, anunció hace un lustro que la rodaría con Reese Witherspoon y Ryan Reynolds como protagonistas. Finalmente, lo serán Amy Adams y Christoph Waltz. La película, titulada, evidentemente, Big eyes, comienza a rodarse este verano y verá la luz en 2014.
Su idilio con este arte para minorías se hizo público el día en el que el director se plantó en casa de Margaret Keane, en Sebastopol (California), para solicitarle que retratara a su novia de entonces, Lisa Marie, la marciana que se cuela en la Casa Blanca en Mars Attacks!
“Acababan de rodar esa película”, recuerda Margaret Keane por teléfono. “Vinieron con su chihuahua, y decidimos que tenía que posar también en el cuadro. Un perrito encantador, encantador…”, relata. “Años después vino a pedirme otro retrato de Helena Bonham Carter y su hijo, Billy, que entonces tenía tres años. Tim no quería salir, así que lo saqué escondido en una nube”.
El discurso naíf y la dulce cadencia con la que habla Margaret Keane contrastan con las turbulencias que sellaron su existencia hasta el día en que se hizo testigo de Jehová, a principios de los setenta.
Antes tuvo que escapar de un infierno matrimonial que la convirtió en pintora en la sombra mientras su marido, Walter Keane, se atribuía el éxito de sus cuadros (firmados como Keane, a secas). Durante algo más de una década se convirtió, literalmente, en prisionera de su éxito.
Él la confinó en casa a pintar, mellando su autoestima. “Walter era un genio del marketing y la autopromoción, pero un mal hombre”, relata. “Yo era extremadamente introvertida y solo me hacía feliz pintar. Y se aprovechó de eso. Antes de salir de casa me decía cosas como ‘estás horrible’, o, si teníamos una cita, ‘estás mejor con la boca cerrada’. Pasaba los días encerrada en casa. Tardé un par de años en darme cuenta de lo que estaba haciendo. Una noche fuimos a un club de jazz donde él vendía los cuadros. Con su ritual habitual, me dijo que me quedara en un rincón y que no hablara con nadie para no avergonzarnos. Hasta que alguien se me acercó, la conversación derivó a la pintura y me preguntó: ‘¿Así que tú también pintas, como Walter?’
. Ahí estábamos, en un bar lleno de pinturas mías. Me sentí humillada”.
Cuando plantó cara a su esposo y le amenazó con marcharse, él le imploró que le enseñara a pintar. “Lo intenté, sin ningún éxito. Sus talentos eran otros”.
Había conseguido colocar sus obras entre algunas de las estrellas de Hollywood. Joan Crawford, Kim Novak, Natalie Wood o Jerry Lewis formaban parte de su cartera de clientes. Incluso llegó a enviar una pintura suya a los infantes John Jr. y Caroline Kennedy a la Casa Blanca.
Los cuadros de Margaret se tornaron más oscuros.
Niños llorosos en callejones nocturnos o asomando escondidos de cajas. “Eran una traducción de cómo me sentía”. Walter la amenazó con que la mataría a ella y a su hija (fruto de un matrimonio anterior de Margaret) si osaba revelar la verdad. Ella reunió valor y puso un océano de por medio.
Dejó California para instalarse en Hawai en 1965, donde había pasado su luna de miel con Walter. “Pensé que sería incapaz de volverme a enamorar”, dice. Hoy está casada con el exdirector de comunicación de los San Francisco 49ers y columnista deportivo Dan McGuire.
Le quedaba otra guerra por librar: la recuperación de la autoría de sus cuadros.
Walter aún paseaba por ahí dándoselas de artista. Para entonces, las galerías populares y los grandes almacenes despachaban millones de pósteres y platos reproduciendo sus imágenes. En una entrevista con la revista Life proclamó que ni Rembrandt, ni El Greco, ni Miguel Ángel pintaban los ojos mejor que él. Harta, Margaret confesó en una entrevista radiofónica, en 1970, que los cuadros los pintaba ella y, por consejo de un reportero del San Francisco Chronicle, lo retó a un concurso de pintura en público en la Union Square de San Francisco
. Él respondió demandándola -el juez lo desestimó por ausencia de pruebas- y ausentándose 12 años a Europa.
A mediados de los ochenta reapareció, asegurando en una entrevista en USA Today que si Margaret se adjudicaba la autoría era porque pensaba que él había muerto.
Fue la gota que colmó el vaso. Esta vez le demandó ella por difamación. Hacía 20 años que no se veían las caras. Él tenía 70 (falleció en 2000), ella, 58.
El proceso duró cuatro semanas. “Mi abogado solicitó desde el primer día que nos pusiera a pintar juntos ante el jurado, pero el juez se negó y se negó. Finalmente, plantó dos caballetes. Walter se presentó con un maletín de pinturas, los pinceles y todo, pero alegó que tenía una lesión en el hombro y que le resultaba imposible pintar”. Ella remató un esmerado rostro de niño en menos de una hora. La causa quedó vista para sentencia. Walter fue condenado a pagar a Margaret cuatro millones de dólares por daños morales y psicológicos.
“Por supuesto, jamás vi ni un céntimo, pero yo no aspiraba a eso. Tan solo quería que el mundo supiera que esos eran mis cuadros”.
Hoy, gracias a uno de sus más ardientes seguidores, su historia será contada.
Los guionistas de Ed Wood, Scott Alexander y Larry Karaszewski, se han reunido en numerosas ocasiones con ella para no dejar ni un detalle fuera de la historia.
Y Tim Burton, que organizó un almuerzo para presentar el proyecto en el último Festival de Cannes junto a su distribuidor, Harvey Weinstein, le ha pedido que haga un cameo en la película. Ella se resiste. “Igual puede sacarme disfrazada o como extra, a lo lejos, que no se me vea mucho”, dice entre tímida e ilusionada.
Se contenta con saber que sus obras, que tanto rechazo han provocado entre los eruditos, hoy lleguen a alcanzar la cifra de 200.000 dólares
. También, con seguir recibiendo encargos, particularmente de centros de testigos de Jehová. “Acabo de terminar un Cristo a tamaño natural”, dice poco antes de colgar.
“El estudio de la Biblia y la búsqueda de la verdad guían hoy mis pasos”.
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