Juan José Millás empieza su serie veraniega del sábado para la que se ha creado un avatar.
Creé una identidad en Internet, la de un tal Carlos Rispais Huete
. Le asigné una fecha de nacimiento (1950), aseguré que era varón, que su tío favorito se llamaba Ricardo y que su comida preferida de pequeño eran las judías verdes
. Puse a su nombre una cuenta de correo electrónico (carlosrispaishuete@yahoo.es) y a continuación le abrí un tenderete en Facebook y otro en Twitter. Todo ello con mucho trabajo pues no soy nativo de la Red.
El caso es que los de Twitter me sugirieron que hiciera a Carlos seguidor de alguien, y me facilitaron una lista de posibilidades en orden alfabético
. Puse a Andreu Buenafuente, el primero en aparecer; a Demetria Lovato, que no sé quién es; a Paco León, el actor; a Paulo Coelho, el listo, y a Barack Obama, el superlisto.
En la casilla de “Construir mi perfil”, escribí: “Estoy a la espera”. Su primer mensaje, que apenas tenía 50 caracteres, ya que quería que empezara con buen pie, sin abusar, fue el siguiente: “Hola, acabo de nacer y sé hablar, pero no sé quién soy”.
Como ya digo que el parto tuvo sus complicaciones, cuando corté el cordón umbilical y me desprendí por fin de Rispais Huete, sentí un alivio parecido al de mear al salir del cine.
Luego regresé a mis asuntos dejando estar a mi criatura al modo en que Dios dejó estar al mundo una vez creados los días y las noches y los océanos y los peces y todo lo demás.
De vez en cuando, me asomaba al universo digital para ver cómo le iba, comprobando con pena que seguía sin amigos.
Ni siquiera Buenafuente, Obama o la tal Lovato, en justa reciprocidad, se habían hecho seguidores suyos. Asomarse a su página de Facebook era como asomarse a una ecografía temprana en la que aprecias una mancha del tamaño de la cagada de una mosca de la que el médico asegura que es tu hijo.
Algo dentro de ti se encoge al sacar de la cartera la ecografía para enseñarle la cagada a los compañeros de la oficina mientras piensas en la responsabilidad que has contraído.
En las ecografías del mundo analógico, ves crecer al crío de semana en semana, de modo que, pasados los primeros meses, enseguida identificas sus ojos, su nariz, su boca, que a veces son tus ojos, tu nariz, tu boca. No es que posea ya una identidad, claro, pero tú se la vas atribuyendo, un poco en función de los rasgos físicos, un poco en función de tus deseos.
Este Carlos Rispais Huete del que hablo, en cambio, permanecía estancado, de modo que yo me metía cada noche en la cama tratando de imaginar si acabaría siendo ingeniero, lavacoches o traficante de drogas. Había confiado erróneamente en que la identidad se la proporcionaran los otros, como en el lado de acá, en el que somos como nos miran, pero a Carlos Rispais Huete no le miraba nadie
. Entraba uno en su cuenta de Twitter, esperando que por fin tuviera quinientos o seiscientos amigos, pero la información siempre era la misma: cero seguidores.
Intenté abortarlo entonces, borrarlo del mapa, arrancarlo de esa especie de limbo donde ni era ni dejaba de ser, pero los pasos a seguir, al menos para un inexperto como yo, resultaban agotadores, de modo que intenté olvidarlo.
Después de todo, pensé, en el universo digital debe de flotar más chatarra que en el espacio interestelar analógico. Quizá haya millones de avatares abandonados por sus padres.
Si hubiera al menos en la Red una especie de orfanato en el que abandonar a estos hijos digitales para que otros los adoptaran, habría llevado allí a Rispais Huete, pero no encontré nada.
Así que soñaba con él y me despertaba con él y desayunaba y almorzaba con él. Carlos, Carlos Rispais Huete, le preguntaba, quién eres, por qué has entrado en mi vida de este modo, qué hago ahora contigo. Y él no me respondía, claro, porque ya digo que era una mancha oscura del tamaño de la cagada de una mosca en un mundo en el que sobran las identidades.
A veces, le ponía un correo preguntándole cómo iba todo, aunque al comprobar que tenía que responderlo yo por él, lo que me parecía tan peligroso como hablar solo en voz alta, me desanimaba e iba espaciando mis comunicaciones.
Poco a poco, dejé también de escribirle.
Los remordimientos me matan
. Hace meses que no sé nada de Rispais Huete y sin embargo todavía se me aparece en sueños, como si se tratara de un hijo habido fuera del matrimonio y cuya infancia te has perdido, pero que sigue ahí el cabrón, reclamándote un poco de amor, pidiéndote que, aunque lo dejes fuera del testamento, le hagas de vez en cuando una visita.
Ahora bien, cómo ejercer de padre de un señor que, si nació en 1950, tendría ahora 63 años
. Además, dije que su comida preferida, de pequeño, eran las judías verdes, algo del todo inverosímil.
Quizá erré ahí, en los datos fundacionales.
. Le asigné una fecha de nacimiento (1950), aseguré que era varón, que su tío favorito se llamaba Ricardo y que su comida preferida de pequeño eran las judías verdes
. Puse a su nombre una cuenta de correo electrónico (carlosrispaishuete@yahoo.es) y a continuación le abrí un tenderete en Facebook y otro en Twitter. Todo ello con mucho trabajo pues no soy nativo de la Red.
El caso es que los de Twitter me sugirieron que hiciera a Carlos seguidor de alguien, y me facilitaron una lista de posibilidades en orden alfabético
. Puse a Andreu Buenafuente, el primero en aparecer; a Demetria Lovato, que no sé quién es; a Paco León, el actor; a Paulo Coelho, el listo, y a Barack Obama, el superlisto.
En la casilla de “Construir mi perfil”, escribí: “Estoy a la espera”. Su primer mensaje, que apenas tenía 50 caracteres, ya que quería que empezara con buen pie, sin abusar, fue el siguiente: “Hola, acabo de nacer y sé hablar, pero no sé quién soy”.
Como ya digo que el parto tuvo sus complicaciones, cuando corté el cordón umbilical y me desprendí por fin de Rispais Huete, sentí un alivio parecido al de mear al salir del cine.
Luego regresé a mis asuntos dejando estar a mi criatura al modo en que Dios dejó estar al mundo una vez creados los días y las noches y los océanos y los peces y todo lo demás.
De vez en cuando, me asomaba al universo digital para ver cómo le iba, comprobando con pena que seguía sin amigos.
Ni siquiera Buenafuente, Obama o la tal Lovato, en justa reciprocidad, se habían hecho seguidores suyos. Asomarse a su página de Facebook era como asomarse a una ecografía temprana en la que aprecias una mancha del tamaño de la cagada de una mosca de la que el médico asegura que es tu hijo.
Algo dentro de ti se encoge al sacar de la cartera la ecografía para enseñarle la cagada a los compañeros de la oficina mientras piensas en la responsabilidad que has contraído.
En las ecografías del mundo analógico, ves crecer al crío de semana en semana, de modo que, pasados los primeros meses, enseguida identificas sus ojos, su nariz, su boca, que a veces son tus ojos, tu nariz, tu boca. No es que posea ya una identidad, claro, pero tú se la vas atribuyendo, un poco en función de los rasgos físicos, un poco en función de tus deseos.
Este Carlos Rispais Huete del que hablo, en cambio, permanecía estancado, de modo que yo me metía cada noche en la cama tratando de imaginar si acabaría siendo ingeniero, lavacoches o traficante de drogas. Había confiado erróneamente en que la identidad se la proporcionaran los otros, como en el lado de acá, en el que somos como nos miran, pero a Carlos Rispais Huete no le miraba nadie
. Entraba uno en su cuenta de Twitter, esperando que por fin tuviera quinientos o seiscientos amigos, pero la información siempre era la misma: cero seguidores.
Intenté abortarlo entonces, borrarlo del mapa, arrancarlo de esa especie de limbo donde ni era ni dejaba de ser, pero los pasos a seguir, al menos para un inexperto como yo, resultaban agotadores, de modo que intenté olvidarlo.
Después de todo, pensé, en el universo digital debe de flotar más chatarra que en el espacio interestelar analógico. Quizá haya millones de avatares abandonados por sus padres.
Si hubiera al menos en la Red una especie de orfanato en el que abandonar a estos hijos digitales para que otros los adoptaran, habría llevado allí a Rispais Huete, pero no encontré nada.
Así que soñaba con él y me despertaba con él y desayunaba y almorzaba con él. Carlos, Carlos Rispais Huete, le preguntaba, quién eres, por qué has entrado en mi vida de este modo, qué hago ahora contigo. Y él no me respondía, claro, porque ya digo que era una mancha oscura del tamaño de la cagada de una mosca en un mundo en el que sobran las identidades.
A veces, le ponía un correo preguntándole cómo iba todo, aunque al comprobar que tenía que responderlo yo por él, lo que me parecía tan peligroso como hablar solo en voz alta, me desanimaba e iba espaciando mis comunicaciones.
Poco a poco, dejé también de escribirle.
Los remordimientos me matan
. Hace meses que no sé nada de Rispais Huete y sin embargo todavía se me aparece en sueños, como si se tratara de un hijo habido fuera del matrimonio y cuya infancia te has perdido, pero que sigue ahí el cabrón, reclamándote un poco de amor, pidiéndote que, aunque lo dejes fuera del testamento, le hagas de vez en cuando una visita.
Ahora bien, cómo ejercer de padre de un señor que, si nació en 1950, tendría ahora 63 años
. Además, dije que su comida preferida, de pequeño, eran las judías verdes, algo del todo inverosímil.
Quizá erré ahí, en los datos fundacionales.
No hay comentarios:
Publicar un comentario