Disculpen los lectores y las lectoras el guiño facilón del título, pero cuesta abordar el asunto que trato aquí sin citar a santa Virginia Woolf, quien en su día (allá por 1929 en formato libro) ya habló de la necesidad de las mujeres de poseer una habitación propia y quinientas libras al año
. Peculio al margen, en vista de la multiplicación casi infinita del coste de la vida, el espacio propio sigue imponiéndose como una necesidad vital para cualquiera con ganas de tejer un universo literario
. A ese rincón apto para la creación del que debieran disponer en concreto las escritoras voy a referirme.
Me dirán que cualquier escribidora posee hoy en día un pequeño escritorio sobre el que descansa un portátil, junto a una estantería de Ikea que soporta el peso cuanto menos de algunos centenares de libros. Allí la hallamos enfrascada, con mayor o menor ahínco, en la tarea de engrosar esos cerca de 70.000 títulos que anualmente se publican en España (según el Instituto Nacional de Estadística, 69.668 en 2012). Ajena a la imposibilidad del sistema de absorber tamaña producción, son otras las razones que la hacen sopesar a ratos la posibilidad de plegar velas, obedeciendo así tanto a las negativas que atesora en una carpeta (su texto no encaja en nuestra línea editorial y bla bla bla), como a aquellos carcamales a los que oímos decir que si las mujeres no hubieran accedido al mercado laboral no habría nadie en la cola del paro.
Razones para el desaliento no le faltan a esa fémina aguerrida, que tropieza con la dificultad de acceder a los catálogos editoriales, a las antologías, a los suplementos culturales, a los ciclos de conferencias, mesas redondas y demás ocasiones para ganar lectores. Por no hablar de las prebendas y los altos galardones en que desemboca esa accidentada escalera hacia el éxito, resultado de una sabia alianza entre el prestigio y las cifras de ventas.
Cierto es que no disponemos de un retrato fidedigno desglosado por géneros, nadie se ha molestado en hacerlo en este país nuestro donde la Ley de Igualdad (Ley orgánica 3/2007) goza de una mera función decorativa: hemos pasado alegremente de la legal sumisión de la mujer a la creencia irreal de que ya hemos aterrizado en la igualdad, una leyenda urbana tan falsa como que dormir engorda. Pero no hace falta tener el ojo demasiado entrenado en materia de desigualdad para ver lo evidente.
Que no piensen, pues, en tirar la toalla nuestras queridas autoras
(editadas o inéditas, presentes o futuras), la deforestación del planeta
no depende de ellas: son tan pocas que de nada serviría que todas y
cada una abdicaran de su vocación, pues dicho colectivo parece no contar
demasiado en el ya elevado número de mujeres (¡alabado sea el
progreso!) que, bajo cualquiera de sus epígrafes, cotizan en la
Seguridad Social. Lo dicho, basta echar un vistazo a los escaparates de
las librerías, a las listas de los libros más vendidos, a los premios y a
los reconocimientos institucionales (o contar con los dedos de una mano
a las escritoras que forman parte de la Real Academia Española),
para constatar que sin ellas la sobreproducción literaria seguiría
siéndolo.
Absténgase ese aproximado 15% de señoras que publica en este país de dejar de hacerlo.
Vayamos, pues, por un instante del espacio particular (el cuarto propio) al general (el ecosistema literario) y preguntémonos si las escritoras poseen aquí y ahora “una habitación propia” en la que desarrollar con plenitud sus capacidades o si “su espacio de creación” sigue siendo un lugar prestado a regañadientes, mal acondicionado, amenazado por injerencias externas y, en definitiva, no del todo ideal.
¿Se escribe igual desde un espacio con techo de cristal? ¿Pues cómo si no llamar a esa pequeña prisión cuyos barrotes los varones insisten en no advertir, en especial si forman parte de los poderes fácticos, pero que las mujeres sufren desde los comienzos de sus carreras literarias?
Los escritores exiliados se han dolido siempre de la dificultad añadida que dicha condición implica en su tarea creadora: ¿podemos hablar aquí de exilio interior, son las escritoras exiliadas en su propio país? Al igual que las artistas plásticas y visuales se sienten expulsadas de los centros de arte, que no las acogen como debieran (¡los porcentajes son alarmantes!), las escritoras son siempre una o dos entre diez, cuando son.
Preguntados a propósito de esa presencia minoritaria, desigual y en apariencia inexplicable (dados los altos índices de mujeres sobradamente preparadas que salen de las aulas universitarias), académicos, editores, críticos y colegas escritores tienden a la negación (¡pero si hay escritoras a destajo, mira a Julia Navarro!), los más carpetovetónicos atacan con saña (¡qué más queréis, si ya podéis votar!) y los progresistas agachan la cabeza y nos dan la razón a las feministas.
Estos últimos añaden que algo habrá que hacer para que el panorama de nuestras letras sea más plural y que es tarea de todas y todos, pero hacen bien poco.
Y es que con las leyes que rigen el mundo literario sucede como con la actual Constitución Española, a la que a su vez le pasa como a la Carta Magna norteamericana, sobre la que J.M. Coetzee, parangonándola con la Biblia, escribía a Paul Auster (P. Auster & J.M. Coetzee: Aquí y ahora. Cartas 2008-2011): "La sensación que tengo yo es que el espectáculo de los académicos (o los jueces) intentando sacar algo en claro de lo que tienen que decir unos textos de hace dos mil años sobre la investigación con células madre resulta bastante cómico".
La literatura no es una ciencia y no puede hablarse respecto a ella de obsolescencia, pero no respira al margen de la historia y el progreso
. Diciéndolo con Jauss (permítaseme el sacrilegio), “el horizonte de expectativas” de quienes leemos hoy pasa por un ecosistema más igualitario. O sea que mejor haríamos entendiendo de una vez que el espacio literario debería ser, sí o sí, un espacio compartido.
Mª Ángeles Cabré, escritora y crítica literaria, acaba de publicar Leer y escribir en femenino (Barcelona, Editorial Aresta, 2013).
Absténgase ese aproximado 15% de señoras que publica en este país de dejar de hacerlo.
Vayamos, pues, por un instante del espacio particular (el cuarto propio) al general (el ecosistema literario) y preguntémonos si las escritoras poseen aquí y ahora “una habitación propia” en la que desarrollar con plenitud sus capacidades o si “su espacio de creación” sigue siendo un lugar prestado a regañadientes, mal acondicionado, amenazado por injerencias externas y, en definitiva, no del todo ideal.
¿Se escribe igual desde un espacio con techo de cristal? ¿Pues cómo si no llamar a esa pequeña prisión cuyos barrotes los varones insisten en no advertir, en especial si forman parte de los poderes fácticos, pero que las mujeres sufren desde los comienzos de sus carreras literarias?
Los escritores exiliados se han dolido siempre de la dificultad añadida que dicha condición implica en su tarea creadora: ¿podemos hablar aquí de exilio interior, son las escritoras exiliadas en su propio país? Al igual que las artistas plásticas y visuales se sienten expulsadas de los centros de arte, que no las acogen como debieran (¡los porcentajes son alarmantes!), las escritoras son siempre una o dos entre diez, cuando son.
Preguntados a propósito de esa presencia minoritaria, desigual y en apariencia inexplicable (dados los altos índices de mujeres sobradamente preparadas que salen de las aulas universitarias), académicos, editores, críticos y colegas escritores tienden a la negación (¡pero si hay escritoras a destajo, mira a Julia Navarro!), los más carpetovetónicos atacan con saña (¡qué más queréis, si ya podéis votar!) y los progresistas agachan la cabeza y nos dan la razón a las feministas.
Estos últimos añaden que algo habrá que hacer para que el panorama de nuestras letras sea más plural y que es tarea de todas y todos, pero hacen bien poco.
Y es que con las leyes que rigen el mundo literario sucede como con la actual Constitución Española, a la que a su vez le pasa como a la Carta Magna norteamericana, sobre la que J.M. Coetzee, parangonándola con la Biblia, escribía a Paul Auster (P. Auster & J.M. Coetzee: Aquí y ahora. Cartas 2008-2011): "La sensación que tengo yo es que el espectáculo de los académicos (o los jueces) intentando sacar algo en claro de lo que tienen que decir unos textos de hace dos mil años sobre la investigación con células madre resulta bastante cómico".
La literatura no es una ciencia y no puede hablarse respecto a ella de obsolescencia, pero no respira al margen de la historia y el progreso
. Diciéndolo con Jauss (permítaseme el sacrilegio), “el horizonte de expectativas” de quienes leemos hoy pasa por un ecosistema más igualitario. O sea que mejor haríamos entendiendo de una vez que el espacio literario debería ser, sí o sí, un espacio compartido.
Mª Ángeles Cabré, escritora y crítica literaria, acaba de publicar Leer y escribir en femenino (Barcelona, Editorial Aresta, 2013).
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