Hace más de una década que los técnicos de la Unión Europea plantean
la necesidad de prolongar la actividad laboral. La esperanza de vida es
hoy mucho mayor que antaño y a los 65 años la mayoría de la gente no
solo está en forma para seguir trabajando, sino que, según las
estadísticas y en según en qué sectores, muchos desearían continuar en
su empleo si su empresa no les echara. Seguir trabajando más tiempo,
dicen los técnicos, aliviaría de paso la presión de las pensiones sobre
las arcas públicas.
La crisis ha acelerado la adopción de aquellas ideas, pero de la manera más lesiva para los contribuyentes gracias a las recetas de esas llamadas élites extractivas que imponen su ley y tanto velan, por cierto, por sus particulares balances financieros. Esas élites no han ideado grandes bonificaciones e incentivos para que las empresas mantengan a sus trabajadores hasta los 67 ni han generado una corriente a favor de la experiencia laboral de los mayores. En realidad, el grueso de sus reformas es un diabólico sistema que impone al trabajador una penalización en caso de jubilarse antes de esa edad y exige más años de cotización y de cómputo para alcanzar la totalidad de la pensión.
El resultado es que, gracias a fórmulas tan insensibles con el empobrecimiento de los mayores, los que puedan seguir trabajando hasta los 67 ahorrarán dinero al Estado y los que no puedan, también, por cuanto no accederán a su pensión completa. Se inflige así un daño irreparable y, sobre todo, poco equitativo. ¿Es que acaso no debería ser este el último recurso al que acudir para equilibrar las cuentas? Puede que, tal como están las cosas, no quede más remedio que hacer ajustes en este capítulo, pero ¿no hay antes otras importantes fórmulas por explorar?
Con un escaso nivel de compromiso ético y social, la política dominante ha invertido los términos y ha convertido en fin supremo lo que debería ser solo un medio. Porque es necesario mantener bajo control el déficit público para sostener el Estado de bienestar. No desmantelar este para equilibrar las cuentas.
Es urgente una reforma fiscal que promueva un sistema más justo y redistributivo de la riqueza, pero siempre se demora. Ahora, el Gobierno dice que se pondrá a ello en 2014 y me temo que no lo hará en el sentido que se necesita.
No es de recibo que las rentas de capital paguen menos impuestos que las del trabajo
Apenas se avanza en la lucha contra el fraude fiscal, las exenciones de que disfrutan las grandes empresas o la eliminación de los paraísos fiscales, donde se refugian más de 500.000 millones de euros de origen español, según Tax Justice Network. Pero antes de explorar esas vías, aquí se opta por erosionar lo que merece la pena sostener: educación, sanidad, dependencia y pensiones.
España registra un gasto público en jubilaciones por debajo de la media de la UE (10,1% del PIB frente al 11,3%) y la pensión media actual es de 852,61 euros al mes frente a los 1.216 euros de Francia (dato de 2010). La Comisión Europea y la OCDE urgen, sin embargo, a dar otra vuelta de tuerca. Un comité de sabios está en ello y propone inextricables fórmulas matemáticas para recortar las pensiones no solo de manera coyuntural. También para el futuro; aunque se recuperen la economía y el mercado laboral. Los sueldos españoles también están por debajo de la media, pero el gobernador del Banco de España pide que se permitan salarios por debajo del mínimo (645 euros mensuales) y fuera de convenio. Ya puestos, ¿por qué no jornadas de diez horas siete días por semana?
Consuela ver cómo los políticos franceses plantan cara a Bruselas. Parecen pensar un poco más en los contribuyentes. Le han dicho a la Comisión que se abstenga de indicarles cómo reducir el gasto social, un capítulo, por cierto, en el que Bruselas no tiene competencias. ¡Cuánto añoro aquellos años en que allí se hablaba de la Europa social y se confeccionaban estadísticas para que todos trabajaran por la convergencia imitando a los mejores, que siguen siendo los nórdicos!
Hoy las élites extractivas cabalgan como nunca, triunfantes.
Pero que no se fíen de tanto silencio resignado. Como diría Kapuscinski, la rebeldía solo se produce cuando hay alguna esperanza. A lo que se podría añadir que es cuestión de encontrarla.
La crisis ha acelerado la adopción de aquellas ideas, pero de la manera más lesiva para los contribuyentes gracias a las recetas de esas llamadas élites extractivas que imponen su ley y tanto velan, por cierto, por sus particulares balances financieros. Esas élites no han ideado grandes bonificaciones e incentivos para que las empresas mantengan a sus trabajadores hasta los 67 ni han generado una corriente a favor de la experiencia laboral de los mayores. En realidad, el grueso de sus reformas es un diabólico sistema que impone al trabajador una penalización en caso de jubilarse antes de esa edad y exige más años de cotización y de cómputo para alcanzar la totalidad de la pensión.
El resultado es que, gracias a fórmulas tan insensibles con el empobrecimiento de los mayores, los que puedan seguir trabajando hasta los 67 ahorrarán dinero al Estado y los que no puedan, también, por cuanto no accederán a su pensión completa. Se inflige así un daño irreparable y, sobre todo, poco equitativo. ¿Es que acaso no debería ser este el último recurso al que acudir para equilibrar las cuentas? Puede que, tal como están las cosas, no quede más remedio que hacer ajustes en este capítulo, pero ¿no hay antes otras importantes fórmulas por explorar?
Con un escaso nivel de compromiso ético y social, la política dominante ha invertido los términos y ha convertido en fin supremo lo que debería ser solo un medio. Porque es necesario mantener bajo control el déficit público para sostener el Estado de bienestar. No desmantelar este para equilibrar las cuentas.
Es urgente una reforma fiscal que promueva un sistema más justo y redistributivo de la riqueza, pero siempre se demora. Ahora, el Gobierno dice que se pondrá a ello en 2014 y me temo que no lo hará en el sentido que se necesita.
No es de recibo que las rentas de capital paguen menos impuestos que las del trabajo
Apenas se avanza en la lucha contra el fraude fiscal, las exenciones de que disfrutan las grandes empresas o la eliminación de los paraísos fiscales, donde se refugian más de 500.000 millones de euros de origen español, según Tax Justice Network. Pero antes de explorar esas vías, aquí se opta por erosionar lo que merece la pena sostener: educación, sanidad, dependencia y pensiones.
España registra un gasto público en jubilaciones por debajo de la media de la UE (10,1% del PIB frente al 11,3%) y la pensión media actual es de 852,61 euros al mes frente a los 1.216 euros de Francia (dato de 2010). La Comisión Europea y la OCDE urgen, sin embargo, a dar otra vuelta de tuerca. Un comité de sabios está en ello y propone inextricables fórmulas matemáticas para recortar las pensiones no solo de manera coyuntural. También para el futuro; aunque se recuperen la economía y el mercado laboral. Los sueldos españoles también están por debajo de la media, pero el gobernador del Banco de España pide que se permitan salarios por debajo del mínimo (645 euros mensuales) y fuera de convenio. Ya puestos, ¿por qué no jornadas de diez horas siete días por semana?
Consuela ver cómo los políticos franceses plantan cara a Bruselas. Parecen pensar un poco más en los contribuyentes. Le han dicho a la Comisión que se abstenga de indicarles cómo reducir el gasto social, un capítulo, por cierto, en el que Bruselas no tiene competencias. ¡Cuánto añoro aquellos años en que allí se hablaba de la Europa social y se confeccionaban estadísticas para que todos trabajaran por la convergencia imitando a los mejores, que siguen siendo los nórdicos!
Hoy las élites extractivas cabalgan como nunca, triunfantes.
Pero que no se fíen de tanto silencio resignado. Como diría Kapuscinski, la rebeldía solo se produce cuando hay alguna esperanza. A lo que se podría añadir que es cuestión de encontrarla.
gcanas@elpais.es
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