En la extraña carrera de Roman Polanski ha abordado todo tipo de
géneros, aunque su personalidad y sus fijaciones siempre sean
reconocibles, independientemente de que haga adaptaciones de clásicos
literarios, cine negro, cine de terror psicológico (el mal concreto o
abstracto siempre se las ingenia para colarse en su obra) o algo que al
parecer le exige menos fatigas que las que acompañan a los rodajes de
grandes presupuestos y que son las adaptaciones de obras de teatro.
Polanski, aunque siempre haya tenido aspecto juvenil y no parezca estar demasiado marcado en su apariencia por el paso del tiempo, es ya un anciano de 80 años.
Su afición a convertir el teatro en cine (en ocasiones puntuales también ha dirigido e interpretado teatro) la plasmó por primera vez en Macbeth, continuó con La muerte y la doncella, aquel encuentro feroz después de los años entre una mujer que fue torturada y su verdugo, y en los últimos dos años ha realizado con tanta gracia como inteligencia la adaptación de la obra de Yasmina Reza Un dios salvaje y ayer presentó en la sección oficial de Cannes La Vénus à la fourrure (La venus de las pieles).
De entrada el experimento resultaba mosqueante.
Polanski dispone de un teatro como único escenario, su virtuoso sentido de la cámara, una actriz y un actor. Si te fallan los últimos, el invento se te viene abajo.
Por ello, en La muerte y la doncella disponía de intérpretes tan dignos de confianza como Sigourney Weaver y Ben Kingsley.
Y en Un dios salvaje de las siempre extraordinarias Jodie Foster y Kate Winslet y de dos secundarios de lujo como Cristoph Waltz y John C. Reilly. Sin embargo, en La Vénus à la fourrure los protagonistas son su esposa Emmanuelle Seigner (actriz habitual en sus películas, aunque no excesivamente memorable, si exceptuamos su voluptuosidad) y por Mathieu Amalric, un señor cuyo parecido físico con Polanski es alarmante.
Deduces que la elección de estos intérpretes no es casual.
La obra que deben representar en el teatro está basada en La Venus las pieles, aquel texto perturbador sobre las relaciones sadomasoquistas que escribió Sader-Masoch.
Polanski consigue que este material funcione con su dosis de morbo adicional
. Cuenta la llegada en una noche de lluvia a un teatro en el que solo está el director de la obra de una actriz que se ha retrasado al presentarse al casting
. Es una mujer vulgar, con lenguaje barriobajero, descarada, arribista y lúbrica, la última persona que el culto y sofisticado director puede imaginar para dar vida a la protagonista de la obra.
Pero en el momento que esta consigue que le haga la prueba, sufre una transformación deslumbrante, se convierte en la mujer sensual y elegante, cerebral, dominante y perversa que exige su personaje. Y en la representación que hacen ambos se revelará no solo el provocador texto literario, sino también bastantes enigmas de sus propias vidas.
Polanski extrae con talento todo lo que pretende de sus intérpretes, aporta su malicioso sentido del humor, sale triunfador del osado experimento. No es una película deslumbrante, pero sí divertida y con un punto de inquietud. Polanski es bueno en distancia larga y corta.
Pero sería agradecible que antes de despedirse del cine rodara una gran historia. El pianista lo era.
Jamás he si fan del cine de Jim Jarmusch. Tampoco en la época en la que su obra minimalista se puso de irresistible moda entre la modernidad.
Me parecían cortometrajes innecesariamente alargados y con dudosa gracia. Su anterior película Los límites del control, rodada parcialmente en Madrid, era tan hermética como infame. Pero en Only lovers left alive, que ha presentado en Cannes, logra superar el grado de tontuna existencial, misterios sin sentido y nadería pretenciosa de Los límites del control.
La empanada mental de Jarmusch es notable, pero se supone que aquí quiere narrar la vida de dos amantes que no pueden estar juntos ni separados.
Él vive en un caserón fantasmagórico en Detroit, hace música fúnebre, colecciona guitarras, se quiere suicidar; mientras que ella, que también debe de ser artista, vive en Tánger y se relaciona con otros decadentes colgaos.
En realidad, ambos son vampiros, pero no andan mordiendo cuellos, sino que le compran la sangre humana para pillarse el eterno colocón a un médico corrupto.
Tienen cabida todo tipo de dislates en una historia en la que cada secuencia parece improvisada, repleta de citas literarias, musicales y pictóricas.
Además, tengo que sufrir a Tilda Swinton, la musa de los directores enrollados. Es otro irritante disparate de Jarmusch. Que lo disfrute su fiel parroquia.
Polanski sabe lo que es EL MAL y con mayúsculas el hecho horrible que presenció cuando una secta la de Manson drogados y locos mataron a su mujer Sharon Tato, bellisima y embarazada, y vió como le arrancaron a esa criatura rajando el vientre, nunca pudo superarlo y transmite entre recuerdos diluídos por el tiempo el mal que toda persona llevamos dentro.
Polanski, aunque siempre haya tenido aspecto juvenil y no parezca estar demasiado marcado en su apariencia por el paso del tiempo, es ya un anciano de 80 años.
Su afición a convertir el teatro en cine (en ocasiones puntuales también ha dirigido e interpretado teatro) la plasmó por primera vez en Macbeth, continuó con La muerte y la doncella, aquel encuentro feroz después de los años entre una mujer que fue torturada y su verdugo, y en los últimos dos años ha realizado con tanta gracia como inteligencia la adaptación de la obra de Yasmina Reza Un dios salvaje y ayer presentó en la sección oficial de Cannes La Vénus à la fourrure (La venus de las pieles).
De entrada el experimento resultaba mosqueante.
Polanski dispone de un teatro como único escenario, su virtuoso sentido de la cámara, una actriz y un actor. Si te fallan los últimos, el invento se te viene abajo.
Por ello, en La muerte y la doncella disponía de intérpretes tan dignos de confianza como Sigourney Weaver y Ben Kingsley.
Y en Un dios salvaje de las siempre extraordinarias Jodie Foster y Kate Winslet y de dos secundarios de lujo como Cristoph Waltz y John C. Reilly. Sin embargo, en La Vénus à la fourrure los protagonistas son su esposa Emmanuelle Seigner (actriz habitual en sus películas, aunque no excesivamente memorable, si exceptuamos su voluptuosidad) y por Mathieu Amalric, un señor cuyo parecido físico con Polanski es alarmante.
Deduces que la elección de estos intérpretes no es casual.
La obra que deben representar en el teatro está basada en La Venus las pieles, aquel texto perturbador sobre las relaciones sadomasoquistas que escribió Sader-Masoch.
Polanski consigue que este material funcione con su dosis de morbo adicional
. Cuenta la llegada en una noche de lluvia a un teatro en el que solo está el director de la obra de una actriz que se ha retrasado al presentarse al casting
. Es una mujer vulgar, con lenguaje barriobajero, descarada, arribista y lúbrica, la última persona que el culto y sofisticado director puede imaginar para dar vida a la protagonista de la obra.
Pero en el momento que esta consigue que le haga la prueba, sufre una transformación deslumbrante, se convierte en la mujer sensual y elegante, cerebral, dominante y perversa que exige su personaje. Y en la representación que hacen ambos se revelará no solo el provocador texto literario, sino también bastantes enigmas de sus propias vidas.
Polanski extrae con talento todo lo que pretende de sus intérpretes, aporta su malicioso sentido del humor, sale triunfador del osado experimento. No es una película deslumbrante, pero sí divertida y con un punto de inquietud. Polanski es bueno en distancia larga y corta.
Pero sería agradecible que antes de despedirse del cine rodara una gran historia. El pianista lo era.
Jamás he si fan del cine de Jim Jarmusch. Tampoco en la época en la que su obra minimalista se puso de irresistible moda entre la modernidad.
Me parecían cortometrajes innecesariamente alargados y con dudosa gracia. Su anterior película Los límites del control, rodada parcialmente en Madrid, era tan hermética como infame. Pero en Only lovers left alive, que ha presentado en Cannes, logra superar el grado de tontuna existencial, misterios sin sentido y nadería pretenciosa de Los límites del control.
La empanada mental de Jarmusch es notable, pero se supone que aquí quiere narrar la vida de dos amantes que no pueden estar juntos ni separados.
Él vive en un caserón fantasmagórico en Detroit, hace música fúnebre, colecciona guitarras, se quiere suicidar; mientras que ella, que también debe de ser artista, vive en Tánger y se relaciona con otros decadentes colgaos.
En realidad, ambos son vampiros, pero no andan mordiendo cuellos, sino que le compran la sangre humana para pillarse el eterno colocón a un médico corrupto.
Tienen cabida todo tipo de dislates en una historia en la que cada secuencia parece improvisada, repleta de citas literarias, musicales y pictóricas.
Además, tengo que sufrir a Tilda Swinton, la musa de los directores enrollados. Es otro irritante disparate de Jarmusch. Que lo disfrute su fiel parroquia.
Polanski sabe lo que es EL MAL y con mayúsculas el hecho horrible que presenció cuando una secta la de Manson drogados y locos mataron a su mujer Sharon Tato, bellisima y embarazada, y vió como le arrancaron a esa criatura rajando el vientre, nunca pudo superarlo y transmite entre recuerdos diluídos por el tiempo el mal que toda persona llevamos dentro.
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