Por ELSA FERNÁNDEZ-SANTOS. Francis Scott Fitzgerald nació el 24 de
septiembre de 1896 en Saint Paul (Minnesota) y murió el 21 de diciembre
de 1940 en Beverly Hills (Los Ángeles), donde sobrevivía trabajando como
guionista de Hollywood y venciendo su adicción al alcohol.
Tenía 44
años pero parecía un anciano.
Con veinte años lo había tenido todo en
sus manos pero ya no le quedaba nada excepto terribles deudas, una mujer
loca y la convicción de que él y su proyecto literario había fracasado
estrepitosamente.
La suya es una de las biografías más tristes de la
historia de la literatura, a la que brindó, sin tener tiempo para
recoger sus frutos, algunas de sus páginas más brillantes.
“Todo buen
escritor nada por debajo del agua y aguanta la respiración”, le escribió
a su única hija, Frances Scott Fitzgerald .
Por aquel entonces él ya
sabía que se había desmoronado antes de tiempo, pero que tenía la
obligación de seguir: “La prueba de una inteligencia de primera clase es
la capacidad para retener dos ideas opuestas en la mente al mismo
tiempo, y seguir conservando la capacidad de funcionar.
Uno debería, por
ejemplo, ser capaz de ver que las cosas son irremediables y, sin
embargo, estar decidido a hacer que sean de otro modo”, escribió en su
testimonial El Crack up.
Fitzgerald simboliza como ningún otro escritor
de la Generación Perdida el descalabro de la sociedad norteamericana de
entreguerras, su profunda crisis de valores, su euforia inicial y su
demolición final. Aquel joven estudiante de Princeton que solo lamentaba
no ser mejor jugador de fútbol, reconoció que provenía de un tiempo ya
caduco.
Malgastó su talento y sus fuerzas intentado vencer a la
implacable ofensiva del fracaso, convencido de que la felicidad había
estado en sus manos pero la había dejado escapar sin remedio.
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