El informe del llamado comité de sabios para la reforma y mejora de la universidad
española viene a ser el vals que abre el enésimo baile de propuestas de
cambio para nuestro maltrecho sistema de educación superior
. Muy atrás queda el castizo chotis de las "idoneidades", al amparo de la LRU de 1983, que estabilizó laboralmente hacia 1985 a varios miles de penenes (profesores no numerarios, en la jerga de la época) y consagró la opción por una plantilla mayoritariamente de funcionarios.
Luego vino el rock and roll de la LOU de 2001, precedida por su propio informe Bricall, con su ristra de anglicismos mejor o peor digeridos —excelencias, créditos y evaluaciones— y su voluntad de encarrilar a la universidad por la senda estrecha pero ineludible de la competitividad internacional.
La reforma de esta LOU en 2007 cambió algunos matices, pero la música siguió siendo la misma, solo que ahora con el contrapunto algo disonante de la polka europeísta de Bolonia.
No cabe duda de que muchas de estas normas han rendido frutos, y contribuido a los logros de nuestra universidad en estos años: un crecimiento importantísimo en el número de alumnos (de unos 650.000 en 1980 a cerca de un millón y medio en 2011), una mejora en la diversidad de las enseñanzas a la que contribuye también el sector privado, una implantación territorial inaudita, unida a un fuerte incremento en la financiación, y visibles mejoras de calidad evaluada de la investigación.
Todo ello aderezado con una notable consideración social de la labor del profesorado universitario, visible en sucesivas tandas de barómetros o sociogramas.
Pese a todo, conscientes de que son necesarias más mejoras en el sistema, o forzados por los ajustes impuestos por la crisis, nuestros gobernantes se lanzan a la cuarta reforma mayor de la universidad (mejor dicho, del Sistema Universitario Español) y de nuevo sigue sonando el rock and roll de la excelencia como música de fondo.
Esta vez hay un nuevo invitado al baile, aparte de los inexcusables mecanismos de selección del profesorado y evaluación de la excelencia. Se trata de la "gobernanza", espantoso barbarismo que quiere referirse al gobierno de las universidades.
Sin duda, hay todavía mejoras que hacer, pero una vez más se han olvidado de invitar a Cenicienta al baile. Y como viejo amigo de la dama, puedo asegurarles que Cenicienta empieza a estar hasta más allá de la coronilla.
¿Quién es la Cenicienta de nuestra Universidad?
Pues, como la del cuento, la que hace el trabajo sucio pero necesario de mantenimiento de la casa, la limpieza, la cocina, la compra, la colada...sin todo lo cual la casa se vendría abajo, o como poco se cubriría de mugre
. Sí, claro, hablo de la docencia. Porque esa universidad que busca la excelencia de los bailes cosmopolitas en las plantas nobles del palacio de las revistas internacionales se olvida de que sin los estudiantes, y lo que tratamos de enseñarles, no habría palacio, ni baile, ni excelencia, ni santo que lo fundó,
Claro que todo el mundo está de acuerdo en que las dos patas del
banco de la universidad son la docencia y la investigación, que ambas se
complementan y refuerzan, que de nada sirve la una sin la otra y que
tanto montan como montan tanto. Esa es la letra de la canción, pero la
música de los hechos nos dice cosas bien distintas.
Nos dice que a diferencia de los profesores de primaria y secundaria, quien quiere dar clases en la universidad no tiene que pasar por ningún curso o examen que le forme para dar clases.
Es más, se puede ser catedrático de universidad sin haberse plantado ni una sola vez ante los estudiantes (y conozco un caso). Significativo ¿no?
Nos dice que, de nuevo a diferencia de lo que ocurre en otros niveles educativos, a los profesores de universidad no se les exige que pasen por cursos de reciclaje como docentes, y menos aún que produzcan materiales sometidos a evaluaciones exigentes.
Quienes lo hacen es, sencillamente, porque les da la gana.
Nos dice, además, que profesores que se avergonzarían de no conocer la últimas novedades en su campo de especialidad (y con últimas quiero decir de hace meses) caminan por su carrera docente sin haber oído mencionar siquiera alguna de las referencias básicas de la didáctica para la universidad, como el magnífico Teaching for Quality Learning at University, de John Biggs y Catherine Tang, que va ya por la cuarta edición.
Nos dice, también, que hay un abismo entre la cuantía de los fondos que el sistema universitario en su conjunto y cada universidad en particular destinan a promover las mejoras en la docencia, y los que se destinan a la investigación.
Nos dice, sobre todo y esa es la clave, que a diferencia de la investigación, la docencia de los profesores universitarios no es evaluada más que superficialmente.
Nada ni remotamente parecido a los exigentes criterios de evaluación de la investigación, tanto para la obtención de financiación por proyectos, como para el reconocimiento de los méritos personales, bien sean los conocidos sexenios de la CNEAI (Comisión Nacional Evaluadora de la Actividad Investigadora) para los profesores fijos o las acreditaciones de ANECA (Agencia Nacional de Evaluación de la Calidad y Acreditación) para los aspirantes a serlo, o a promocionar. Para obtener su reconocimiento deben presentarse méritos contrastables, artículos en revistas internacionales de prestigio, proyectos de investigación competitivos. La docencia, sin embargo, bien sea en los procesos de ANECA o en los quinquenios que reconocen las universidades, se suele computar sencillamente por tiempo: tantos años dando clase por el equivalente a tantos créditos, y ya está.
No se consideran ni exigen publicaciones en el campo de la docencia, ni experiencias innovadoras, elaboración de materiales o siquiera las encuestas de satisfacción de los alumnos.
En menos palabras: la calidad de los investigadores debe demostrarse, mientras que la docente se nos supone. O se nos regala.
Prueba de ello es que tenemos abundantes estudios, por áreas académicas, del número de sexenios de investigación concedidos o denegados. Sin embargo, no he conseguido encontrar datos agregados sobre los quinquenios de docencia. ¿La causa? Más que probablemente, porque no se deniegan.
¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Bueno, está claro que las hermanastras emperifolladas a quienes invitan al baile son más fotogénicas, y por eso salen más en la prensa los resultados de investigación que los del buen trabajo docente.
Existe además la creencia de que la docencia universitaria es una derivada de la investigación, y que los buenos investigadores hacen automáticamente buenos profesores.
Así pues, ¿por qué dar premios a la limpieza de cocinas, cuando las maestras del minué dominan ambos oficios?
Lo malo es que no está nada claro que esto funcione así. Primero, porque no estamos seguros de que esta creencia esté fundada. Y, sobre todo, porque el que exista una correlación entre ambas variables no debería llevar a asignar incentivos automáticamente, del mismo modo que aunque sepamos que los jueces deberían ser son en general conductores prudentes, no por ello se les regala el carné de conducir al aprobar la oposición. Es más, muchas de las universidades privadas, al contrario que las públicas, son sumamente exigentes con la docencia de sus profesores, y mucho menos con la investigación. ¿Adivinan por qué? Claro, sin alumnos no hay negocio. ¿Por qué no iba a ser eso igual para las públicas?
Personalmente, tengo la impresión de que la respuesta es otra.
La docencia y la investigación son ambas actividades muy vocacionales.
Y vocacional significa que la estructura externa de incentivos en realidad pinta muy poco en comparación con los estímulos internos de cada cual. Así pues, la Universidad está llena de estupendos docentes, que lo seguirán siendo aunque no se les reconozca ni se les pague.
Pero no ocurriría lo mismo si no se reconociera ni pagara la investigación.
La diferencia está en el mensaje que los incentivos mandan a aquellos cuya vocación docente no es tan fuerte, o que simplemente prefieren asegurarse su futuro laboral.
Nuestros profesores jóvenes interpretan a la perfección la actual estructura de incentivos: tu currículo investigador se mirará con lupa, mientras que para el docente basta con que hayas dado tus clases. ¿Conclusión? Como están muy bien preparados, y saben que los plazos aprietan, dedican tiempo, energías y talento a aquello que les van a evaluar.
El problema se agrava en los últimos años, porque los méritos de investigación se evalúan de forma cada vez más exigente, y se tienen en cuenta para cuestiones cada vez más alejadas de la propia investigación: presencia en comisiones de selección de profesorado, cargos académicos, representación en comités de calidad.
Así las cosas, invitar a Cenicienta al baile empieza a ser de justicia, pero también una necesidad estratégica si queremos avanzar en unas universidades que sirvan mejor a los estudiantes, y por tanto a la sociedad.
Esa invitación, por tanto, solo puede concretarse de una forma: un proceso de evaluación rigurosa de la docencia, de modo que los investigadores excelentes compartan la cúspide de la pirámide universitaria con los docentes excelentes. ¿Qué son los mismos? Estupendo, pues serán excelentes por partida doble.
Y de Cenicienta no se preocupen. Seguirá trabajando en las cocinas, canturreando y soñando con que algún día nos inviten al baile.
. Muy atrás queda el castizo chotis de las "idoneidades", al amparo de la LRU de 1983, que estabilizó laboralmente hacia 1985 a varios miles de penenes (profesores no numerarios, en la jerga de la época) y consagró la opción por una plantilla mayoritariamente de funcionarios.
Luego vino el rock and roll de la LOU de 2001, precedida por su propio informe Bricall, con su ristra de anglicismos mejor o peor digeridos —excelencias, créditos y evaluaciones— y su voluntad de encarrilar a la universidad por la senda estrecha pero ineludible de la competitividad internacional.
La reforma de esta LOU en 2007 cambió algunos matices, pero la música siguió siendo la misma, solo que ahora con el contrapunto algo disonante de la polka europeísta de Bolonia.
No cabe duda de que muchas de estas normas han rendido frutos, y contribuido a los logros de nuestra universidad en estos años: un crecimiento importantísimo en el número de alumnos (de unos 650.000 en 1980 a cerca de un millón y medio en 2011), una mejora en la diversidad de las enseñanzas a la que contribuye también el sector privado, una implantación territorial inaudita, unida a un fuerte incremento en la financiación, y visibles mejoras de calidad evaluada de la investigación.
Todo ello aderezado con una notable consideración social de la labor del profesorado universitario, visible en sucesivas tandas de barómetros o sociogramas.
Pese a todo, conscientes de que son necesarias más mejoras en el sistema, o forzados por los ajustes impuestos por la crisis, nuestros gobernantes se lanzan a la cuarta reforma mayor de la universidad (mejor dicho, del Sistema Universitario Español) y de nuevo sigue sonando el rock and roll de la excelencia como música de fondo.
Esta vez hay un nuevo invitado al baile, aparte de los inexcusables mecanismos de selección del profesorado y evaluación de la excelencia. Se trata de la "gobernanza", espantoso barbarismo que quiere referirse al gobierno de las universidades.
Sin duda, hay todavía mejoras que hacer, pero una vez más se han olvidado de invitar a Cenicienta al baile. Y como viejo amigo de la dama, puedo asegurarles que Cenicienta empieza a estar hasta más allá de la coronilla.
¿Quién es la Cenicienta de nuestra Universidad?
Pues, como la del cuento, la que hace el trabajo sucio pero necesario de mantenimiento de la casa, la limpieza, la cocina, la compra, la colada...sin todo lo cual la casa se vendría abajo, o como poco se cubriría de mugre
. Sí, claro, hablo de la docencia. Porque esa universidad que busca la excelencia de los bailes cosmopolitas en las plantas nobles del palacio de las revistas internacionales se olvida de que sin los estudiantes, y lo que tratamos de enseñarles, no habría palacio, ni baile, ni excelencia, ni santo que lo fundó,
Quien quiere dar clases en la universidad no tiene que pasar por ningún curso que le forme para enseñar
Nos dice que a diferencia de los profesores de primaria y secundaria, quien quiere dar clases en la universidad no tiene que pasar por ningún curso o examen que le forme para dar clases.
Es más, se puede ser catedrático de universidad sin haberse plantado ni una sola vez ante los estudiantes (y conozco un caso). Significativo ¿no?
Nos dice que, de nuevo a diferencia de lo que ocurre en otros niveles educativos, a los profesores de universidad no se les exige que pasen por cursos de reciclaje como docentes, y menos aún que produzcan materiales sometidos a evaluaciones exigentes.
Quienes lo hacen es, sencillamente, porque les da la gana.
Nos dice, además, que profesores que se avergonzarían de no conocer la últimas novedades en su campo de especialidad (y con últimas quiero decir de hace meses) caminan por su carrera docente sin haber oído mencionar siquiera alguna de las referencias básicas de la didáctica para la universidad, como el magnífico Teaching for Quality Learning at University, de John Biggs y Catherine Tang, que va ya por la cuarta edición.
Nos dice, también, que hay un abismo entre la cuantía de los fondos que el sistema universitario en su conjunto y cada universidad en particular destinan a promover las mejoras en la docencia, y los que se destinan a la investigación.
Nos dice, sobre todo y esa es la clave, que a diferencia de la investigación, la docencia de los profesores universitarios no es evaluada más que superficialmente.
Nada ni remotamente parecido a los exigentes criterios de evaluación de la investigación, tanto para la obtención de financiación por proyectos, como para el reconocimiento de los méritos personales, bien sean los conocidos sexenios de la CNEAI (Comisión Nacional Evaluadora de la Actividad Investigadora) para los profesores fijos o las acreditaciones de ANECA (Agencia Nacional de Evaluación de la Calidad y Acreditación) para los aspirantes a serlo, o a promocionar. Para obtener su reconocimiento deben presentarse méritos contrastables, artículos en revistas internacionales de prestigio, proyectos de investigación competitivos. La docencia, sin embargo, bien sea en los procesos de ANECA o en los quinquenios que reconocen las universidades, se suele computar sencillamente por tiempo: tantos años dando clase por el equivalente a tantos créditos, y ya está.
No se consideran ni exigen publicaciones en el campo de la docencia, ni experiencias innovadoras, elaboración de materiales o siquiera las encuestas de satisfacción de los alumnos.
En menos palabras: la calidad de los investigadores debe demostrarse, mientras que la docente se nos supone. O se nos regala.
Prueba de ello es que tenemos abundantes estudios, por áreas académicas, del número de sexenios de investigación concedidos o denegados. Sin embargo, no he conseguido encontrar datos agregados sobre los quinquenios de docencia. ¿La causa? Más que probablemente, porque no se deniegan.
¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Bueno, está claro que las hermanastras emperifolladas a quienes invitan al baile son más fotogénicas, y por eso salen más en la prensa los resultados de investigación que los del buen trabajo docente.
Existe además la creencia de que la docencia universitaria es una derivada de la investigación, y que los buenos investigadores hacen automáticamente buenos profesores.
Así pues, ¿por qué dar premios a la limpieza de cocinas, cuando las maestras del minué dominan ambos oficios?
Lo malo es que no está nada claro que esto funcione así. Primero, porque no estamos seguros de que esta creencia esté fundada. Y, sobre todo, porque el que exista una correlación entre ambas variables no debería llevar a asignar incentivos automáticamente, del mismo modo que aunque sepamos que los jueces deberían ser son en general conductores prudentes, no por ello se les regala el carné de conducir al aprobar la oposición. Es más, muchas de las universidades privadas, al contrario que las públicas, son sumamente exigentes con la docencia de sus profesores, y mucho menos con la investigación. ¿Adivinan por qué? Claro, sin alumnos no hay negocio. ¿Por qué no iba a ser eso igual para las públicas?
Personalmente, tengo la impresión de que la respuesta es otra.
La docencia y la investigación son ambas actividades muy vocacionales.
Y vocacional significa que la estructura externa de incentivos en realidad pinta muy poco en comparación con los estímulos internos de cada cual. Así pues, la Universidad está llena de estupendos docentes, que lo seguirán siendo aunque no se les reconozca ni se les pague.
Pero no ocurriría lo mismo si no se reconociera ni pagara la investigación.
La diferencia está en el mensaje que los incentivos mandan a aquellos cuya vocación docente no es tan fuerte, o que simplemente prefieren asegurarse su futuro laboral.
Nuestros profesores jóvenes interpretan a la perfección la actual estructura de incentivos: tu currículo investigador se mirará con lupa, mientras que para el docente basta con que hayas dado tus clases. ¿Conclusión? Como están muy bien preparados, y saben que los plazos aprietan, dedican tiempo, energías y talento a aquello que les van a evaluar.
El problema se agrava en los últimos años, porque los méritos de investigación se evalúan de forma cada vez más exigente, y se tienen en cuenta para cuestiones cada vez más alejadas de la propia investigación: presencia en comisiones de selección de profesorado, cargos académicos, representación en comités de calidad.
Así las cosas, invitar a Cenicienta al baile empieza a ser de justicia, pero también una necesidad estratégica si queremos avanzar en unas universidades que sirvan mejor a los estudiantes, y por tanto a la sociedad.
Esa invitación, por tanto, solo puede concretarse de una forma: un proceso de evaluación rigurosa de la docencia, de modo que los investigadores excelentes compartan la cúspide de la pirámide universitaria con los docentes excelentes. ¿Qué son los mismos? Estupendo, pues serán excelentes por partida doble.
Y de Cenicienta no se preocupen. Seguirá trabajando en las cocinas, canturreando y soñando con que algún día nos inviten al baile.
Mauro Hernández es profesor Historia Económica de la UNED
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