Los niños de Castelsardo
Amarro en Castelsardo, en el norte de Cerdeña, y bajo a tierra a estirar
las piernas, relamiéndome de antemano por los espaguetis con bogavante y
la botella de tinto local que voy a calzarme en cuanto me siente en la
terraza del restaurante Fofó. Me gusta mucho este pueblecito costero por
varias razones. Una es que al amanecer impresiona verlo desde el mar,
en la distancia, encaramado en su montaña fortificada que hasta hace
sólo un par de siglos lo mantenía a salvo de los piratas. La otra es que
el recuerdo de la antigua monarquía aragonesa -Cerdeña fue española en
otro tiempo, como gracias a los sucesivos ministros de Educación saben
perfectamente todos ustedes- sigue presente en sus viejas piedras, en
las costumbres y en el habla de sus habitantes, y todo aquí tiene un
aire familiar.
Hay una tercera razón, que convierte Castelsardo en uno de mis favoritos
de esta parte de la isla: no está saturado de visitantes como Alghero, o
Cagliari; y la Costa Esmeralda, con Porto Cervo y los megapijopuertos
caros de diseño frecuentados por Flavio Briatore y esas pavas que lo
acompañan por amor, Alejandro Agag, Fefé, los honrados Albertos y
compañía, queda lejos, más allá de las bocas de Bonifacio.
Esta otra
parte de Cerdeña es más de andar por casa: señoras mayores sentadas
cosiendo o charlando con las vecinas, pescadores con pinta de rufianes
que todavía miran las piernas a las turistas que pasan por delante,
tiendas modestas, bares humildes y cosas así. La vieja Cerdeña sigue
presente aquí, dejándose reconocer -aunque no sé por cuánto tiempo- sin
demasiado esfuerzo.
Con Castelsardo me pasa lo que con Porto Torres,
otro lugar más feo y cutre que está cerca, unas millas a poniente, junto
al golfo de Asinara. Bajas a tierra, allí como aquí, y parece que
estés, para lo bueno y lo malo, en la España mediterránea de los años
sesenta, antes de que el ladrillo y la poca vergüenza lo destrozaran
todo. Sólo falta, para creerte en la costa de Murcia o Almería, una
pareja de la Guardia Civil, de esas que iban por la costa con el máuser
al hombro y la cogotera verde en el tricornio.
También la gente parece más decente.
Y no me refiero a honradez y cosas
así, porque la condición humana en todas partes cuece las mismas habas.
Hablo del modo en que se relacionan y se comportan.
Los sardos, quizá
por su condición de isleños, son serios de talante, respetuosos consigo
mismos y con los demás; y esa manera de comportarse enlaza con muchos de
mis recuerdos.
Una escena a la que asisto en una de las empinadas
calles del pueblo me lleva de modo asombroso al pasado: en una acera,
una señora de edad amonesta a dos niños que iban en bicicleta y
estuvieron a punto de atropellar a otro niño que jugaba
. La señora los
reprende con gravedad; y los niños, apoyados en el manillar de sus
bicis, la miran muy serios, sin abrir la boca, hasta que al fin asienten
respetuosamente y siguen su camino con más atención. La escena me
impresiona, pues yo fui, en otro tiempo, uno de esos niños.
Recuerdo
perfectamente el respeto, temor incluso, con el que los pequeños
aceptábamos la autoridad de cualquier persona mayor.
Hasta un cachete o
palo en el culo, aplicados con oportunidad, moderación y justicia por
alguien que no era familiar tuyo, resultaban inobjetables.
Era normal
que, a menudo, vistas las circunstancias, tus padres diesen la razón a
la persona mayor que te reconvenía del modo adecuado.
En otros tiempos, a
un niño no lo educaban sólo sus padres o maestros.
Lo hacían entre
todos. Y no era extraño que gente humilde, de modesta condición, tuviera
hijos mejor formados en dignidad y maneras que los de clases más
acomodadas. En otro tiempo, la urbanidad no era un lujo esnob, sino una
forma de relacionarse con respeto. De vivir.
Sigo camino en busca de mis espaguetis con bogavante mientras veo a la
señora caminar delante de mí -bata de botones estampada de toda la vida,
bastón con el que se ayuda a subir la empinada cuesta-, e imagino cómo
se habría desarrollado esa escena en otros lugares de Italia y, por
supuesto, en nuestra España cañí. Es como si lo viera. «Hay que portarse
bien, criaturas, y no atropellar a la gente», diría la señora.
Por
ejemplo. Y los niños, dos enanos cabrones de diez u once años,
rebotándose con el descaro hoy habitual en la pequeña chusma: «Vete a
mamarla a Parla, vieja pelleja. Anda y que te folle un pato loco».
Quedando ahí la cosa, claro, mientras el padre o la madre de las tiernas
criaturas no anduviesen cerca para amenizar el episodio. «A ver quién
te manda echarle broncas a los niños, tía. Con qué autoridad te atreves.
Métete en tus asuntos, tontalculo, porque a mis hijos no les riñe ni
Dios.
Que yo por ellos mato, cacho guarra.» Eso, en el mejor de los
casos. Cabe, también, la posibilidad de que a la señora la inflaran a
hostias entre toda la familia. No sería la primera vez.
Ni la última.
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