Invocar el enigma
y el misterio de la vida, y de cada
existencia singular, puede resultar insuficiente
para hacernos cargo de aquello que no acabamos de comprender y sin embargo nos
constituye.
Y no parece fácil ni explicarlo, ni describirlo.
Decir que cada quien guarda su secreto no aclara demasiado.
Entre otras razones, porque el asunto no es ahora lo que se oculta a los ojos y al sentir ajenos. La cuestión es no pocas veces lo que se hurta a nuestra propia consideración.
Cuando no hay mucho que decir y todo parece estar dicho, sin embargo es como si algo bien decisivo quedara ausente de cualquier explicitación.
No es que nos lo guardemos para nosotros
. Es que ni siquiera propiamente lo poseemos.
Es muy improbable, sin que sea necesariamente de modo sofisticado o grandilocuente, no haber sentido que estamos desbordados por lo que somos, y no sólo por lo que nos pasa, y es frecuente no saber apenas de uno mismo
. Es como si sólo nos dijéramos cuando reconocemos que, puestos a sorprender, somos los primeros sorprendidos.
La falsa tendencia a considerar que esta experiencia es producto de una profunda elaboración teórica ignora que es de una contundencia y de una cotidianidad tan constantes y radicales que en muchos ámbitos ni siquiera es preciso argumentar para convencer. Nos ocurre.
Y a quien le sucede no precisa demasiadas aclaraciones.
Pero sí algunas.
No es una extravagancia saber que no nos tenemos del todo y que quizá no nos tendremos nunca. Y ello no sólo constituye nuestra soledad, sino nuestra identidad y nuestra diferencia. Resulta tan trivial, que prácticamente tiene tendencia a desaparecer. Es lo que ocurre con algunas evidencias, que son todo un secreto.
La reiterada cita de Wittgenstein acerca de lo que no se puede hablar, considerando que hay que callarlo, mientras Adorno insiste en que precisamente de ello ha de hablarse, encuentra interlocución en Eco, quien a su modo vendría a decir que de lo que no se puede hablar hay que narrarlo. La cosa es si cabe hacerse. Que Hegel haya puesto, como suele, el asunto en un desafío absoluto, al subrayar que no hay lo inexpresable, no nos alivia ni nos evita ciertas cuestiones.
Ni siquiera está claro que nosotros mismos no seamos en cierto modo de lo que no hay. Y ello es un estímulo
. Entonces, lo determinante es el modo de respuesta, que siempre es un modo de decir.
Ni lo sabemos ni lo podemos todo al respecto, pero precisamente esta escisión es la clave de cualquier comunicación.
Y no parece fácil ni explicarlo, ni describirlo.
Decir que cada quien guarda su secreto no aclara demasiado.
Entre otras razones, porque el asunto no es ahora lo que se oculta a los ojos y al sentir ajenos. La cuestión es no pocas veces lo que se hurta a nuestra propia consideración.
Cuando no hay mucho que decir y todo parece estar dicho, sin embargo es como si algo bien decisivo quedara ausente de cualquier explicitación.
No es que nos lo guardemos para nosotros
. Es que ni siquiera propiamente lo poseemos.
Es muy improbable, sin que sea necesariamente de modo sofisticado o grandilocuente, no haber sentido que estamos desbordados por lo que somos, y no sólo por lo que nos pasa, y es frecuente no saber apenas de uno mismo
. Es como si sólo nos dijéramos cuando reconocemos que, puestos a sorprender, somos los primeros sorprendidos.
La falsa tendencia a considerar que esta experiencia es producto de una profunda elaboración teórica ignora que es de una contundencia y de una cotidianidad tan constantes y radicales que en muchos ámbitos ni siquiera es preciso argumentar para convencer. Nos ocurre.
Y a quien le sucede no precisa demasiadas aclaraciones.
Pero sí algunas.
No es una extravagancia saber que no nos tenemos del todo y que quizá no nos tendremos nunca. Y ello no sólo constituye nuestra soledad, sino nuestra identidad y nuestra diferencia. Resulta tan trivial, que prácticamente tiene tendencia a desaparecer. Es lo que ocurre con algunas evidencias, que son todo un secreto.
La reiterada cita de Wittgenstein acerca de lo que no se puede hablar, considerando que hay que callarlo, mientras Adorno insiste en que precisamente de ello ha de hablarse, encuentra interlocución en Eco, quien a su modo vendría a decir que de lo que no se puede hablar hay que narrarlo. La cosa es si cabe hacerse. Que Hegel haya puesto, como suele, el asunto en un desafío absoluto, al subrayar que no hay lo inexpresable, no nos alivia ni nos evita ciertas cuestiones.
Ni siquiera está claro que nosotros mismos no seamos en cierto modo de lo que no hay. Y ello es un estímulo
. Entonces, lo determinante es el modo de respuesta, que siempre es un modo de decir.
Ni lo sabemos ni lo podemos todo al respecto, pero precisamente esta escisión es la clave de cualquier comunicación.
Aunque contemos cuanto sabemos con todo tipo de detalles, sin pretender ocultar nada, a pesar de que, como suele decirse, nos sinceremos, por más que, entregados, no busquemos guardar ni lo más mínimo, no se expide lo que no resulta transmisible
. Entre otras razones, porque ni siquiera es un contenido conformado y definido. Podría pensarse que, en cualquier caso, se desvela en cada palabra. Y no faltarán quienes buscan dilucidar en lo dicho un sentido que ni reside ni se agota en ello.
Ni se limita a la relación o a la emoción, ni al sentimiento, ni a las impotencias del concepto, ni siquiera sólo a nuestra capacidad. Ni se resuelve con más sinceridad, ni se aclara con más detenimiento. No es cosa de una mayor competencia o voluntad. Sin duda influyen, pero no resuelven la cuestión.
Ni siquiera la desplazan. Quizá precisamente lo incomunicable nos impulse una y otra vez a tratar de comunicarnos.
Y no se diluye con que lo hagamos impecablemente. Más bien con ello se ratifica hasta qué punto el asunto parece no agotarse en la intención de quien considera que basta dar con la expresión adecuada. A veces tratamos de otorgar lo que ni siquiera poseemos, con la confianza de que al hacerlo se nos desvele o se nos presente a nosotros mismos.
Se insiste con razón en lo que un rostro revela. A su vez ofrece un silencio singular. Es una presencia que a la par desvela una peculiar ausencia. Suya, muy suya, sólo suya, y que curiosamente no le pertenece en absoluto. Es como si anunciara lo vivido y al mismo tiempo lo deseado, lo inviable, lo no sucedido, en un espacio inclasificable, como aquello que no se deja recoger en un relato, lo inenarrable, pero que lo perfila y lo concreta.
No es preciso ni agudizar la vista ni la descripción tratando de captar lo que se impone sin requerir muchas explicaciones. Pero tal imposición tiene más que ver con un impacto que con una concepción. Nos comunica bien lo incomunicable como incomunicable.
No es que simplemente se sugiera, es que en ocasiones lo que se dice no se identifica sin más con lo que se comunica. Y no sólo porque ello implica al otro, a los otros, sino porque no se ajusta al control que el propio lenguaje trata de imponer.
Sin embargo, se vislumbra de tal modo que no se reduce únicamente a lo que no se transmite, ni a lo que se acalla, sino que es tal su contundencia que constituye una nueva forma y figura. Cada quien es asimismo lo incomunicable en él y por él.
No es idéntico en todos los casos y en cierto modo en ello reside no poco del atractivo individual. No lo que esconde o acalla, tantas veces inocuo o, por muy decisivo que parezca, de poco interés.
Se trata de lo que nunca podría decir, y en este sentido ni ocultar, aunque sólo se preserva con lo que singularmente es. Lo incomunicable forma parte de su insustituible palabra, de lo que nadie vivirá en su lugar. Y gracias a ella pervive. Y viceversa, por serlo, da permanentemente que decir.
El afán de desvelar lo que no está oculto y es palmaria superficie, como un enigma sin secreto, el ansia de entenderlo y de explicarlo todo, confirma una vez más la impotencia de un modo de proceder sensato pero insuficiente.
Cada descubrimiento, cada invención, no sólo generan nuevas tareas, problematizan las labores y abren nuevas posibilidades, confirman que lo que da que decir ni se agota ni se clausura con lo dicho.
Atribuir a la falta de espontaneidad o de sinceridad el no exponer permanentemente todo no es una simple desconsideración para con la intimidad o la confidencialidad, es ignorar hasta qué punto no vivimos en la absoluta posesión del contenido y del sentido. Incluso hay quienes creen que sólo es real lo que ellos conocen de primera mano o cosas semejantes.
Cualquier otra perspectiva, otro alcance u otra orientación les parecen no sólo improbables sino inviables, cuando no falsos. Ellos son la medida de todas las cosas, y más aún, de todo lo factible y de todo lo posible.
No se trata de encontrar en lo inabarcable o en lo inefable una coartada para silenciar o ignorar la verdad. Pero incluso en la más generosa entrega a ella, ha de reconocerse su resistencia a ser masticada y deglutida, ingerida como lo que sucede, hasta convertirlo todo en asumible para nuestro provecho
. En la sociedad de la permanente transmisión nacen otras opacidades y otras soledades.
La supuesta pura y absoluta transparencia y circulación se enfrenta con nuevos reductos, no pocos creados por ese afán, y se encuentra con la impenetrabilidad de lo que en cada quien y en cada vida no se deja atrapar por la entronización de lo comunicable.
(Imágenes: Pinturas de Lu Cong)
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