La Peripatética me sonríe cuando pasa.
Debe de ser la única que lo hace
en esta ciudad, al revés de lo que sucede -no conmigo: con cualquiera-
en Sevilla y en Estocolmo, en Oporto y en Jerusalem, por no pensar en
Buenos Aires y en el galanteo de la mirada.
Eso de que no te mire nadie, en la época en que me tenía por tímido, tiene sus ventajas.
A La Peripatética hubo un tiempo en que no la vi. Un día, mientras me
atendían en una farmacia, entró acompañada de su madre. Por un momento
dejó de ser peripatética, y sentí alivio por ella; al fin se detenía,
con su abriguito, su bufanda, la tremenda indefensión que arrastra su
cara de niña vieja. La madre es áspera. Vestía también abrigo, un abrigo
si no de los años 40 como la hija, otro de dos décadas atrás. Ruda. Una
de esas amenazas, una de esas mazas mortales para el desarrollo de una
criatura en este mundo.
Cuando me ve, La Peripátetica abandona el cobijo de las fachadas y se
desvía, sin dejar de sujetar el bolso, hacia mi lado. Entonces sonríe y
continúa.
Aquí la gente parece que no te mira. Dejo para otro día en qué consiste
la inversión del galanteo, la indiferencia, la frialdad aparente. Te
miran, claro que te miran, pero de otra manera. Con una sutileza
invertida, a veces mortificante. Aunque ya estás acostumbrado. El
tráfico de indiferentes no cesa nunca. Es como temer mojarse bajo una
lluvia tropical.
La Peripatética se acerca y sonríe. Ya lo sé. Pensará: Ahí va otro peripatético.
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