Declarados patrimonio de la humanidad por la Unesco en 2010, hogar de ricos mercaderes en el Siglo de Oro y posterior centro neurálgico de la progresía europea, cumplen cuatro siglos al frente del elemento nacional holandés por excelencia: el agua.
Para llegar a casa de Dirk y
Carlijn te Winkel hay que superar antes la cubierta de tres barcos
amarrados en uno de los canales más recoletos de Ámsterdam, en el puerto
antiguo, junto a la estación central de ferrocarril. El cuarto bote es
el suyo, y una trampilla de empinadas escaleras da acceso a un interior
acogedor. La impresión que causa entrar en su escondido hogar desaparece
de golpe al ver a su hija, Pía, de nueve meses. La pequeña juega en la
trona, y la estampa no puede ser más clásica: una joven familia
disfrutando de un mediodía de domingo. La sala de estar es amplia y
luminosa, hay un dormitorio principal y un cuarto infantil, y el baño no
desmerecería en un hotel. Todo encaja, hasta que el visitante se asoma a
las ventanas, de ojo de buey, y ve una gaviota descansando en el agua.
Poco después pasa una embarcación de turistas que hacen fotos sin parar.
El cielo está nublado, ha caído una gran nevada y un canal no parece el
lugar más adecuado para soportar un invierno duro. Sin embargo, la nave
de los Te Winkel es un verdadero refugio moderno. Uno más entre las
2.700 viviendas flotantes repartidas por 104 kilómetros de vías
navegables que suman el 25% de la superficie urbana. Es el famoso
cinturón de canales de la capital holandesa. Un laberinto concéntrico
que confunde a los turistas, siempre en busca de la siguiente esquina.
Construido en el Siglo de Oro, devuelve el esplendor de la era gloriosa
de la ciudad, que dominó el comercio marítimo mundial.
El conjunto histórico se ha
adaptado al paso del tiempo y cumple ahora 400 años sin haber perdido la
fuerza con que tira de una de las urbes más inquietas de Europa. O
mejor, de sus casi 900.000 habitantes, seguidores del filósofo Spinoza,
uno de sus vecinos señeros, que señaló la libertad como la razón de ser
del Estado. En plena crisis, Ámsterdam busca inspiración en unos
antepasados comerciantes que hicieron fortuna con las especias de
Oriente –y los tulipanes– y cuyas magníficas residencias sobre el agua
son su seña de identidad.
El clavo de olor, la pimienta,
la nuez moscada y la canela revolucionaron el mercado gracias al éxito
de la Compañía de las Indias Orientales, la primera multinacional.
Establecida en 1602, era casi un Gobierno y podía declarar la guerra y
acuñar moneda, cerrar tratados y fundar colonias en ultramar. Dado que
Holanda era entonces una república, su aventura colonial fue sobre todo
la búsqueda de puertos estratégicos para negociar. Un frenesí viajero
que ha llegado hasta la actualidad, con compatriotas en los lugares más
recónditos. De su lado, la locura por los tulipanes provocó una
auténtica burbuja especulativa. Un solo bulbo de la flor, originaria de
Turquía, llegó a venderse por 6.000 florines de hace cuatro siglos. Como
el suelo arenoso de Holanda favorecía el cultivo y un parásito generaba
sorprendentes tulipanes multicolores, entre 1623 y 1637 muchos de los
residentes debieron su fortuna a las flores.
Ámsterdam ya contaba con fosos
de protección contra las inundaciones antes de la explosión económica y
demográfica del siglo XVII. En su momento de esplendor, la capital
holandesa pasó de 50.000 a 200.000 habitantes en solo 75 años. El
tráfico de mercancías regía la vida, y el clima de tolerancia atrajo a
miles de refugiados políticos y religiosos europeos. La red de canales
permitió a la villa cuadruplicar su tamaño y se convirtieron en el
escaparate del poder. En 1612 comenzaron las obras con tres vías
principales, de cinco metros de profundidad: Herengracht (de los
caballeros), Keizersgracht (del emperador) y Prinsengracht (del
príncipe). Singel es el canal periférico que los rodea a todos.
Concluido en cincuenta años, los empresarios y el Ayuntamiento unieron
tan sonoros nombres a hermosas casas para atraer a posibles visitantes.
Tuvieron el equivalente a la actual visión turística, compitiendo en la
decoración renacentista de las fachadas, rematadas con esculturas en
tejados a dos aguas. Los cimientos se plantaron clavando en el suelo
hasta 11 millones de estacas de madera, de entre siete y 30 metros de
largo. Si pudiera ponerse la ciudad boca arriba, parecería un bosque de
palos gruesos capaces de resistir el agua hasta 500 años.
Como el calado de los cargueros
fletados por los comerciantes impedía servir los productos a la puerta
de sus casas, idearon una ingeniosa fórmula. Una vez arribaban las naves
al puerto de Ámsterdam (hoy el cuarto en importancia de Europa), los
estibadores depositaban los bienes en gabarras que bogaban sin problemas
por las arterias interiores. A lo largo del recorrido se abría un
millar de almacenes de hasta cuatro pisos provistos de una grúa en el
ángulo superior de sus frontones. Servía para subir y bajar los sacos de
especias y los baúles de mercancías. La operación requería una
precisión casi militar, acompañada en tierra por el bullicio de nueve
mercados flotantes que abastecían a la población. En la actualidad, los
almacenes albergan apartamentos de lujo y oficinas.
El barrio se convirtió en la
dirección más exclusiva de la ciudad, y sus residentes coparon el poder
local. Cuando habían logrado su propósito, recibían el apodo de
regentes. El término todavía es usado para denominar a gobernantes
pretenciosos y alejados de la realidad. Los burgueses adinerados
sucumbieron, a su vez, al tirón del prestigio y diseñaron hogares no
menos importantes. Con mucho dinero para gastar, ambos grupos dieron un
paso más en su búsqueda de reconocimiento para la posteridad: retratarse
con el artista más reputado del país, Rembrandt van Rijn.
El calor del verano unificaba a
regentes y burgueses ricos.
Los canales eran indispensables, pero
insalubres
. Una alcantarilla al aire libre que hedía durante el estío.
Sorprende averiguar que los barcos anclados a lo largo del tiempo en el
“grachtengordel”, el cinturón acanalado, solo fueron conectados a la red
general de sumideros subterráneos en 2005.
Desde mucho antes, eso sí,
el caudal es renovado a diario bombeando agua del Ijsselmeer, el lago
artificial creado por los holandeses cerrando con un dique un entrante
del mar del Norte, denominado Zuiderzee.
A partir de la década de los
setenta, la situación cambió radicalmente
. Las casas han ido
transformándose en hoteles y apartamentos, museos y toda suerte de
galerías y tiendas. Los barcos albergaron hace cuatro décadas a okupas y
grupos alternativos.
En estos momentos, por el contrario, han
convertido las casas de la orilla en valor.
Sin llegar a los precios
prohibitivos de los inmuebles, se los rifan artistas, jóvenes
profesionales y famosos.
El mantenimiento es obligatorio y corre por
cuenta propia, y los rigores del frío pueden hundirlos si se hielan las
tuberías. En la parte nueva de la ciudad, al borde de una isla
artificial bautizada como Java, se abren desde 1995 los nuevos canales.
El cauce es similar al antiguo y las casas reinterpretan las mansiones
del Siglo de Oro.
Feliz en su sala de estar
flotante, la pequeña Pía gatea mientras sus padres admiten que tendrán
que buscar acomodo en tierra firme
. El entrepuente de un barco no es
lugar seguro para aprender a caminar. Hasta entonces, Dirk, experto en
ahorro de energía, y Carlijn, que trabaja en la cadena pública de
televisión, AVRO, quieren disfrutar de la experiencia
. “Busqué una casa
con terraza, o al menos un balcón, y no la encontré
. Un amigo me enseñó
este barco, sin la reforma que hicimos luego, y enseguida vi que tenía
un sabor especial. Vemos cambiar las estaciones y hay solidaridad
vecinal”, asegura él. “Aunque ya soy una fanática del agua, me dije:
¿Por qué no tendré un novio normal, que viva en tierra, como el resto?
Hay que vernos haciendo filigranas para acceder a la orilla con la niña
en brazos, la compra y su sillita”, admite ella. Dirk muestra entonces
una foto captada con su teléfono móvil. Es la niña saludando a un cisne
que asoma por la ventana
. “Le dimos un día de comer y regresa a pedir
más, golpeando con su pico el cristal. Un primer recuerdo imborrable”.
Pía duerme ya la siesta, pero la imagen será, sin duda, el testimonio
gráfico de su vida en el corazón mismo de uno de los patrimonios de la
humanidad.
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