El caso Güemes reaviva la polémica sobre la ‘puerta giratoria’ que une sector público y privado
Los expertos reclaman instrumentos para garantizar que se respeta el bien común sanitario.
El caso de Güemes ha hecho que salten de nuevo las alarmas sobre las llamadas puertas giratorias (del inglés revolving doors), que facilitan el tránsito de altos cargos del sector público al privado, y viceversa. El fenómeno inquieta especialmente cuando se trata de profesionales del sector sanitario, en un momento en el que se intensifican las iniciativas privatizadoras del sistema de salud público.
¿Existen herramientas suficientes para garantizar a los ciudadanos que las reformas tienen como objetivo mejorar la eficiencia del sistema sanitario público y no beneficiar a determinados intereses empresariales? No las suficientes, según coinciden los expertos consultados.
“Hay que avanzar en cuestiones relacionadas con la independencia y la transparencia del sistema para desterrar las sospechas de colisión de intereses”, señala Ildefonso Hernández, vicepresidente de la Sociedad Española de Salud Pública y Administración Sanitaria (Sespas). “Desde hace tiempo, sociedades profesionales y científicas vienen defendiendo que una de las vías fundamentales del avance de la solvencia del sistema nacional de salud (extrapolable a otras esferas de decisión pública) es desarrollar normas o herramientas de buen gobierno de la sanidad”, añade Juan Oliva, presidente de la Asociación de Economía de la Salud.
Lo sucedido con Güemes puede servir de ejemplo. En España no existe una agencia de evaluación sanitaria independiente similar a la que existe en otros países (como el Instituto Nacional de Salud y Excelencia Clínica británico; NICE por su acrónimo en inglés) encargada de arrojar luz a las decisiones políticas.
Ningún organismo de este tipo, independiente del poder político, tuvo ocasión de evaluar los efectos que tendría la cesión al sector privado de la gestión de los análisis clínicos de los seis hospitales madrileños, de analizar la eficiencia de la medida, los beneficios que aportaría o las garantías que existían en cuanto a los estándares de calidad clínicos. Ni, en consecuencia, pudo concluir que se trataba de una medida beneficiosa para la red sanitaria pública.
Si esto hubiera sucedido, el exconsejero de Sanidad podría haber dado el salto a la industria privada sin tener que preocuparse por posibles cuestionamientos futuros, ya que su decisión habría estado avalada desde el origen por especialistas independientes. Y los madrileños podrían tener más garantías de que la decisión se adoptó en aras de mejorar el servicio sanitario público.
Güemes justifica su actuación señalando que Unilabs no ganó el concurso de los análisis que él mismo convocó en el año 2008, y que si la multinacional suiza se ha hecho con este servicio ha sido porque compró en noviembre la participación (un 55% de las acciones) que tenía en el negocio una de las empresas adjudicatarias, los laboratorios catalanes Balagué.
Además ha manifestado que su dimisión obedece a su deseo de no estar vinculado a ninguna actividad empresarial, para así poder expresarse “con total libertad” sobre cómo cree que debe evolucionar el modelo sanitario público.
Ildefonso Hernández, exdirector general de Salud Pública del Ministerio de Sanidad entre 2008 y 2011, considera que el problema de fondo es que en España no existen garantías como la que ofrece la agencia NICE.
En España existe un claro déficit de transparencia en todo lo que hace referencia a la gestión sanitaria, sostiene Hernández. Y no solo en relación con las experiencias de gestión privada de recursos públicos, sino también en todo lo referido a la gestión pública tradicional. Hoy día, por ejemplo, resulta imposible conocer algo tan básico como las diferencias entre las listas de espera de los sistemas de salud de las distintas comunidades autónomas (ni hablar de las existentes entre hospitales). Y no porque no se recojan estos datos, sino porque no se hacen públicos. O no se publican de manera adecuada.
Los expertos señalan que no solo sería necesario un organismo encargado de evaluar medidas como la que tomó Güemes —o la que ha tomado el actual responsable del departamento, Javier Fernández-Lasquetty, de ceder a la gestión privada seis hospitales y 27 centros de salud públicos—. Otro de los instrumentos básicos para aportar transparencia al sistema, según apunta Hernández, sería la puesta en marcha de comités de ética encargados de vigilar eventuales conflictos de interés y garantizar la independencia de las políticas que se toman. Y no solo en la selección de cargos públicos, sino también en los casos de expertos o sociedades científicas que asesoran a las autoridades e influyen en la adopción de políticas con consecuencias sanitarias o económicas relevantes.
Cuando Oliva habla de dotarse de herramientas de buen gobierno, como las agencias o los comités, no solo se refiere a estos instrumentos. También a una amplia batería de medidas que incluyen “construir un sistema mucho más transparente en la información proporcionada a usuarios, profesionales y ciudadanos; buscar fórmulas de participación en la toma de decisiones con los profesionales sanitarios y con la ciudadanía; desarrollar normas y estructuras concretas para que las personas responsables de la toma de decisiones rindan cuentas y puedan justificarlas basándose en criterios de efectividad, eficiencia y calidad en todos los niveles del sistema sanitario”.
Pero ni siquiera poner en marcha agencias o comités de ética sería relevante si no existe la convicción de que son necesarias. “Si no hay conciencia de la importancia que tienen los valores de la participación, rendición de cuentas o el cumplimiento de códigos de conductas para nuestro sistema, crearemos organismos huecos y carentes de valor”,sostiene Oliva.
Ricard Meneu, vicepresidente de la Fundación Instituto de Investigación de Servicios de Salud, insiste en esta idea. “Será difícil avanzar sustancialmente si como sociedad no compartimos unos mínimos principios de buenas prácticas que hoy no parecen sencillos de acordar”. Meneu apunta a que “seguramente hace falta un mayor activismo social”, y apunta a experiencias como la web estadounidense Open Secrets, donde se siguen y difunden casos de puertas giratorias y de lobbistas.
El conflicto de intereses, según la definición de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), es la colisión “entre deber público y el interés personal de un cargo público, en que el interés personal podría influir indebidamente en la realización de sus tareas y responsabilidades oficiales”. Y, como indica Hernández, “es demasiado frecuente”. Prueba de ello es que ha afectado, en mayor o menor medida, a todas las agencias sanitarias europeas. Hasta el punto de que el Tribunal de Cuentas Europeo intervino a finales del año pasado a raíz de la preocupación mostrada por el Parlamento de Bruselas respecto a distintas informaciones sobre comportamientos dudosos que afectaban a la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria o la Agencia Europea de Medicamentos, entre otros organismos. El tribunal denunció en su informe que ninguna de las agencias estudiadas (también la Agencia Europea de Sustancias y Preparados Químicos o la Agencia Europea de Seguridad Aérea) “gestionaba debidamente las situaciones de conflicto de intereses”.
Otro caso similar es el de Manuel Marín Ferrer, el hombre de la Administración valenciana encargado de controlar a la empresa responsable de la gestión privada del departamento de salud de La Ribera, que atiende la sanidad pública de 250.000 habitantes, durante los años 2000 a 2007. De un día para otro, la empresa que fiscalizaba le fichó para ocupar la dirección del departamento de Salud; es decir, pasó de supervisor a estar en nómina de la empresa que vigilaba.
Antonio Burgueño recorrió el camino inverso. De un cargo directivo en la aseguradora sanitaria Adeslas, desde donde impulsó el modelo de privatización de la gestión sanitaria mediante la fórmula de la concesión administrativa (el modelo Alzira), ha pasado a la Dirección General de Hospitales de la Consejería de Salud madrileña, desde donde impulsa la privatización de la gestión de centros públicos bajo la fórmula que él diseñó en Adeslas.
Los problemas relacionados con la colisión de intereses y las incompatibilidades no se limitan a la gestión privada de la sanidad pública. “Con escasas excepciones, los responsables de políticas farmacéuticas o la agencia del medicamento pasan al poco tiempo a formar parte de la nómina de las principales empresas a las que venían regulando”, apunta Ricard Meneu. Tampoco son exclusivas del ámbito sanitario. Pero en esta parcela revisten una gravedad especial. “La confianza de la población en las autoridades sanitarias se gana lentamente pero se puede perder de golpe. Por eso, no puede haber dudas sobre los intereses reales de las decisiones que toman las autoridades sanitarias”, comenta Hernández.
Al margen de los comités éticos o las agencias de evaluación está la ley. ¿Se puede hacer algo más para garantizar la transparencia? La Ley 5/2006 que regula los conflictos de intereses de los miembros del Gobierno y de la Administración General del Estado limita a los altos cargos la posibilidad de trabajar en empresas relacionadas directamente con las competencias del cargo desempeñado durante los dos años siguientes de su salida de la función pública. Güemes respetó este periodo entre que dejó la consejería y fichó por Unilabs, por lo que no incumplió la ley.
Podría endurecerse la norma alargando el plazo. Pero si es demasiado estricta, con cuarentenas muy prolongadas, se llegaría a penalizar en exceso el paso por el sector público, señala José Ramón Pin, de la escuela de negocios IESE. Existe el riesgo de que personas con capacidad y que pueden aportar su valía al sector público renunciaran a ello por los problemas que tendrían a la hora de reincorporarse al sector privado y “se perdería calidad en los directivos públicos”, explica el responsable de la cátedra de Gobierno y Liderazgo en la Administración Pública del IESE.
“La ley española es muy imperfecta en la acotación de los conflictos de intereses de los altos cargos públicos”, sostiene Oliva. Y pone un ejemplo: “no se puede considerar igual el trato a una persona que ha desempeñado una carrera profesional en un campo y entra temporalmente en el servicio público a otra cuya actividad profesional ha estado ligada a un partido político y salta del servicio público a la esfera privada”.
A la pregunta de si se debería cambiar la ley, Ricard Meneu responde con una autocita incluida en el libro El buen gobierno sanitario, del que es coautor. “No se trata tanto de una cuestión de leyes nuevas, como de conseguir que se cumplan y hagan cumplir las leyes vigentes, lo cual no obsta para intentar perfeccionar estas, aunque sin desviar el énfasis de la relevancia de su cumplimiento y supervisión frente a su mera promulgación”.
“Si se debilitan las estructuras del Estado que tienen que mantener la independencia y la regulación se corre el riesgo de que las decisiones se alejen del bien público”, concluye Ildefonso Hernández. “Y esto”, añade, “está sucediendo en el proceso de privatización de la sanidad pública”.
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