Después
del faro sigue un camino de tierra.
Las piedras son grandes, redondeadas, a la
izquierda quedan los arrecifes con sus costras amarillentas y sus musgos
verdes, no tan verde, sin embargo, como el transparente del vientre de las olas al reventar.
Por ahí vienen todas ellas, las olas, y viene el Norte constante.
A la derecha
vas pasando invernaderos de mangos y plátanos, y tarajales.
Hacía tiempo que no
sentía la brisa del mar y el tenue olor de los tarajales.
Hay casas de colores
por encima de las techumbres de plástico, muchos techos rotos, enredados
con cuerdas, como si se hubiera ahorcado la plantación.
Todavía
una curva más –atrás has dejado lo que pareciera un club náutico que trata de
surgir de sus ruinas-, y aparecen los grandes riscos, los farallones, las
columnas continuas de espuma demolida que tratan de subir por la boca de los
barrancos, y las avenidas de luz que se precipitan sobre el océano,
sobre su piel nerviosa y gruesa.
Más allá del roque de Dos Hermanos, otros dos
promontorios y la crestería bajo la cual adivinas Taganana, los islotes frente a
Benijo y la punta de Anaga.
Estás
ahí sentado, entre los charcos, sobre los arrecifes que se asoman a la playa de
Los Troches, y es algo grande presenciar todo ese resplandor que se despeña por
las montañas, toda esa luz sonora del mar, todo ese Norte de ultramar que te
observa o te espera impávido.
Nunca
habías pasado del faro.
Por arriba, por la carretera, con Valdemoro diste un paseo en coche, y llegaron a una casa abandonada, con viejas ediciones de libros en alemán,
que dio origen al Cónsul.
Es un paisaje de tierra baja, que en la Isla se da
milagrosamente en torno a sus dos macizos a los extremos, como una tregua ante
el fin, como una concesión de dulzura frente a las amargas corrientes y la
dureza del océano interminable.
Para quien está en tránsito como tú, reconforta
que aún haya Isla inédita, tierra quemada aunque verdecida, a tus espaldas una
hilera de hormigas humanas que a primera hora se dan a largas caminatas de salud.
El
fragor del mar –vuelvo a la primera línea, desde la que escribo- es constante.
Sin embargo, hoy al amanecer oía un coro de primeros pájaros frente a las
primeras luces sobre las olas, un coro acompasado, rítmico.
Cuando ha salido el
sol enmudecen y los draguillos se convierten en gigantescos nidos de una
actividad incesante, grandes nidos de sonidos envueltos en luz.
Nadie
queda en pie
. Es como el paisaje de la costa, manchado de urbanizaciones.
Muertos, escondidos, desplazados. Nadie.
Por eso también pisas con delicadeza
los valles de luz verde, y miras todavía asombrado la silueta sonrosada del
Volcán. Te marcharás de nuevo, un día de estos. En tu escritura se
echará la reverberación de la Isla. Volverás a la Isla, serás un extranjero.
No importa. No importa que no reconozcas nada, o que por el contrario se te
regale una punta intocada. Aquí o allá, o por donde fuera, somos ese encuentro
de la espuma que asciende y de la luz que baja a beber del mar.
© José Carlos Cataño
del Diario Virtual de Jose Carlos Cataño
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