Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

17 ene 2013

Nadie queda en pie.....

Después del faro sigue un camino de tierra. 
Las piedras son grandes, redondeadas, a la izquierda quedan los arrecifes con sus costras amarillentas y sus musgos verdes, no tan verde, sin embargo,  como el transparente del vientre de las olas al reventar.
 Por ahí vienen todas ellas, las olas, y viene el Norte constante.
 A la derecha vas pasando invernaderos de mangos y plátanos, y tarajales. 
Hacía tiempo que no sentía la brisa del mar y el tenue olor de los tarajales.
 Hay casas de colores por encima de las techumbres de plástico, muchos techos rotos, enredados con cuerdas, como si se hubiera ahorcado la plantación.
Todavía una curva más –atrás has dejado lo que pareciera un club náutico que trata de surgir de sus ruinas-, y aparecen los grandes riscos, los farallones, las columnas continuas de espuma demolida que tratan de subir por la boca de los barrancos, y las avenidas de luz que se precipitan sobre el océano, sobre su piel nerviosa y gruesa.
 Más allá del roque de Dos Hermanos, otros dos promontorios y la crestería bajo la cual adivinas Taganana, los islotes frente a Benijo y la punta de Anaga.
Estás ahí sentado, entre los charcos, sobre los arrecifes que se asoman a la playa de Los Troches, y es algo grande presenciar todo ese resplandor que se despeña por las montañas, toda esa luz sonora del mar, todo ese Norte de ultramar que te observa o te espera impávido.
Nunca habías pasado del faro.
 Por arriba, por la carretera, con Valdemoro diste un paseo en coche, y llegaron a una casa abandonada, con viejas ediciones de libros en alemán, que dio origen al Cónsul.
 Es un paisaje de tierra baja, que en la Isla se da milagrosamente en torno a sus dos macizos a los extremos, como una tregua ante el fin, como una concesión de dulzura frente a las amargas corrientes y la dureza del océano interminable. 
Para quien está en tránsito como tú, reconforta que aún haya Isla inédita, tierra quemada aunque verdecida, a tus espaldas una hilera de hormigas humanas que a primera hora se dan a largas caminatas de salud.
El fragor del mar –vuelvo a la primera línea, desde la que escribo- es constante. Sin embargo, hoy al amanecer oía un coro de primeros pájaros frente a las primeras luces sobre las olas, un coro acompasado, rítmico.
 Cuando ha salido el sol enmudecen y los draguillos se convierten en gigantescos nidos de una actividad incesante, grandes nidos de sonidos envueltos en luz.
Nadie queda en pie
. Es como el paisaje de la costa, manchado de urbanizaciones.
 Muertos, escondidos, desplazados. Nadie.
 Por eso también pisas con delicadeza los valles de luz verde, y miras todavía asombrado la silueta sonrosada del Volcán. Te marcharás de nuevo, un día de estos. En tu escritura se echará la reverberación de la Isla. Volverás a la Isla, serás un extranjero.
 No importa. No importa que no reconozcas nada, o que por el contrario se te regale una punta intocada. Aquí o allá, o por donde fuera, somos ese encuentro de la espuma que asciende y de la luz que baja a beber del mar.
© José Carlos Cataño

del Diario Virtual de Jose Carlos Cataño

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