'Telegraph Avenue' es la aguda novela que Michael Chabon ha escrito movido por su pasión hacia la música negra.
Dicen que el diablo habla con lengua plateada.
Ciertamente, eso ocurre en Telegraph Avenue,la aguda nueva obra de Michael Chabon, cuya traducción publica Mondadori en marzo
. Este demonio tiene elocuencia, cultura y visión de futuro.
Vamos a situarnos: Archy Stallings y Nat Jaffe, los protagonistas de la novela, gestionan Brokeland Records, tienda de discos de segunda mano en la frontera entre el Berkeley bohemio y el Oakland proletario.
Una institución en aquella zona californiana, que atrae a melómanos de todos los colores, especialmente a los apasionados del jazz, el soul, el funk. Hasta que reciben la peor noticia.
A pocos metros, abrirá Dogpile Thang, centro comercial que incluirá una megatienda de discos, con una sección inmensa de vinilo. ¿Les suena? Un tópico lo de enfrentar al pequeño establecimiento con la gran cadena; David siempre tendrá todas nuestras simpatías frente a Goliat. Aquí, cabe agradecérselo a Chabon, el invasor no es una empresa anónima.
Detrás de Dogpile Thang está Gibson Goode, uno de los deportistas negros más ricos del país, que invierte en los barrios menos favorecidos.
No se trata de un ángel, ciertamente, pero argumenta que su proyecto traerá puestos de trabajo y revivirá una zona deprimida.
Los responsables de Brokeland Records convocan a sus tropas: excéntricos del Berkeley contracultural, fieles compradores negros de Oakland. Juegan sus bazas y presionan al concejal que otorga las licencias.
Así que Goode recurre a la tentación.
Convoca a Archy Stallings, el miembro negro del dúo de Brokeland; tras establecer que ambos crecieron en las mismas calles y tenían gustos similares, le ofrece una misión.
Invoca a San Leibowitz, el héroe de los libros de Walter M. Miller, consagrado a conservar los textos, los testimonios de la civilización tras una guerra nuclear.
Explica que la música negra ha sufrido una hecatombe similar con la implantación del hip hop.
Oh, es un hombre de su tiempo y aprecia lo mejor del rap, de Nas a Lauryn Hill.
Pero esboza un escenario posapocalíptico: “Se ha perdido mucho. Ellington, Sly Stone, Stevie Wonder, Curtis Mayfield, no tenemos ni indicios de gente de ese calibre en la música negra actual.
Hablo de genios, de compositores. Quincy Jones, Charles Stepney, Weldon Irvine. Mierda, se trata de sacar chispas de tu instrumento. Guitarra, saxofón, bajo, batería... solíamos ser los dueños de esos aparatos. ¡La trompeta! Éramos los propietarios, los músicos blancos funcionaban como inquilinos nuestros
. Ahora, viene algún chaval negro que parece medio talentoso, como RZA. ¡Y no sabe tocar ni un puto kazoo! Lo único que hace es meter citas”.
No es culpa del sampler, se apresura a añadir.
Los responsables son “las discográficas, la MTV, la radio homogeneizada, el crack. Los recortes de presupuestos para programas de educación musical, para las bandas de colegios.
Lo que estoy diciendo es que estamos viviendo entre los estragos.
Todo lo que tenemos son piezas rotas. Y tú recoges esos pedazos, eso es admirable.
De verdad. Lo que te ofrezco va más allá de colgarlos en tu museo y vender alguno a un dentista blanco o un asesor fiscal que a su vez lo colgará en la pared de su casa”.
Aquí viene la oferta mefistofélica: “
Vamos a poner esos discos donde están los chavales, donde se gastan su dinero
. Tú les enseñas. Explicas lo que significan esos pedazos rotos, porque son importantes.
Tal vez uno de esos chicos aprenda lo que tú le tienes que enseñar y vuelva a juntar todas las piezas”.
En su planteamiento, la sección de vinilos sería el equivalente a los monasterios fundados por discípulos de San Leibowitz. Depósitos de cultura hasta que vuelva la demanda por la música tocada por seres humanos, hecha de arriba abajo, sin préstamos ni citas sampleadas.
Telegraph Avenue contiene otras tramas extramusicales que enlazan con el destino de la tienda. Astutamente, Michael Chabon sitúa la acción en 2004.
Antes del hundimiento del mercado inmobiliario, de la debacle económica que seguramente acabaría con Dogpile Thang, igual que tantas cadenas de productos culturales.
Paradójicamente, en nuestro presente, un negocio especializado como Brokeland Records podría sobrevivir, al menos como tienda virtual, gracias a la revalorización del vinilo.
Pero no habría grandes tertulias, no podrían celebrar fiestas como el velatorio de Cochise Jones, el organista local que (se supone) grabó para el sello CTI.
Y ahí aparece el factor Internet. Los San Leibowitz de la actualidad están en la Red, compartiendo conocimientos y música, aunque sea en mp3.
Hasta que llegue el holocausto nuclear, estamos bien servidos, gracias.
Ciertamente, eso ocurre en Telegraph Avenue,la aguda nueva obra de Michael Chabon, cuya traducción publica Mondadori en marzo
. Este demonio tiene elocuencia, cultura y visión de futuro.
Vamos a situarnos: Archy Stallings y Nat Jaffe, los protagonistas de la novela, gestionan Brokeland Records, tienda de discos de segunda mano en la frontera entre el Berkeley bohemio y el Oakland proletario.
Una institución en aquella zona californiana, que atrae a melómanos de todos los colores, especialmente a los apasionados del jazz, el soul, el funk. Hasta que reciben la peor noticia.
A pocos metros, abrirá Dogpile Thang, centro comercial que incluirá una megatienda de discos, con una sección inmensa de vinilo. ¿Les suena? Un tópico lo de enfrentar al pequeño establecimiento con la gran cadena; David siempre tendrá todas nuestras simpatías frente a Goliat. Aquí, cabe agradecérselo a Chabon, el invasor no es una empresa anónima.
Detrás de Dogpile Thang está Gibson Goode, uno de los deportistas negros más ricos del país, que invierte en los barrios menos favorecidos.
No se trata de un ángel, ciertamente, pero argumenta que su proyecto traerá puestos de trabajo y revivirá una zona deprimida.
Los responsables de Brokeland Records convocan a sus tropas: excéntricos del Berkeley contracultural, fieles compradores negros de Oakland. Juegan sus bazas y presionan al concejal que otorga las licencias.
Así que Goode recurre a la tentación.
Convoca a Archy Stallings, el miembro negro del dúo de Brokeland; tras establecer que ambos crecieron en las mismas calles y tenían gustos similares, le ofrece una misión.
Invoca a San Leibowitz, el héroe de los libros de Walter M. Miller, consagrado a conservar los textos, los testimonios de la civilización tras una guerra nuclear.
Explica que la música negra ha sufrido una hecatombe similar con la implantación del hip hop.
Oh, es un hombre de su tiempo y aprecia lo mejor del rap, de Nas a Lauryn Hill.
Pero esboza un escenario posapocalíptico: “Se ha perdido mucho. Ellington, Sly Stone, Stevie Wonder, Curtis Mayfield, no tenemos ni indicios de gente de ese calibre en la música negra actual.
Hablo de genios, de compositores. Quincy Jones, Charles Stepney, Weldon Irvine. Mierda, se trata de sacar chispas de tu instrumento. Guitarra, saxofón, bajo, batería... solíamos ser los dueños de esos aparatos. ¡La trompeta! Éramos los propietarios, los músicos blancos funcionaban como inquilinos nuestros
. Ahora, viene algún chaval negro que parece medio talentoso, como RZA. ¡Y no sabe tocar ni un puto kazoo! Lo único que hace es meter citas”.
No es culpa del sampler, se apresura a añadir.
Los responsables son “las discográficas, la MTV, la radio homogeneizada, el crack. Los recortes de presupuestos para programas de educación musical, para las bandas de colegios.
Lo que estoy diciendo es que estamos viviendo entre los estragos.
Todo lo que tenemos son piezas rotas. Y tú recoges esos pedazos, eso es admirable.
De verdad. Lo que te ofrezco va más allá de colgarlos en tu museo y vender alguno a un dentista blanco o un asesor fiscal que a su vez lo colgará en la pared de su casa”.
Aquí viene la oferta mefistofélica: “
Vamos a poner esos discos donde están los chavales, donde se gastan su dinero
. Tú les enseñas. Explicas lo que significan esos pedazos rotos, porque son importantes.
Tal vez uno de esos chicos aprenda lo que tú le tienes que enseñar y vuelva a juntar todas las piezas”.
En su planteamiento, la sección de vinilos sería el equivalente a los monasterios fundados por discípulos de San Leibowitz. Depósitos de cultura hasta que vuelva la demanda por la música tocada por seres humanos, hecha de arriba abajo, sin préstamos ni citas sampleadas.
Telegraph Avenue contiene otras tramas extramusicales que enlazan con el destino de la tienda. Astutamente, Michael Chabon sitúa la acción en 2004.
Antes del hundimiento del mercado inmobiliario, de la debacle económica que seguramente acabaría con Dogpile Thang, igual que tantas cadenas de productos culturales.
Paradójicamente, en nuestro presente, un negocio especializado como Brokeland Records podría sobrevivir, al menos como tienda virtual, gracias a la revalorización del vinilo.
Pero no habría grandes tertulias, no podrían celebrar fiestas como el velatorio de Cochise Jones, el organista local que (se supone) grabó para el sello CTI.
Y ahí aparece el factor Internet. Los San Leibowitz de la actualidad están en la Red, compartiendo conocimientos y música, aunque sea en mp3.
Hasta que llegue el holocausto nuclear, estamos bien servidos, gracias.
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