A veces, te encargan un reportaje y mientras lo haces descubres otra
historia que te engancha mucho más. Es lo que me ha pasado este Día de Muertos. Pasando la noche en el Museo-Panteón de San Fernando, en el centro de la capital mexicana, descubrí la historia de Isadora Duncan. No su historia como 'madre' de la danza moderna sino su relación con México y con este cementerio.
La bailarina estadounidense nunca pisó México, pero un nicho lleva su nombre.
Y aquí es donde empieza la leyenda de Duncan en el país azteca.
Falleció a los 50 años, estrangulada al enredarse su chal con la rueda
del Bugatti en el que viajaba. Una muerte trágica que tuvo como
escenario Niza. Hoy se puede visitar su tumba en el cementerio parisino
del Père-Lachaise, pero en México también descansa su recuerdo en este cenotafio.
Isadora tenía a un admirador mexicano de nivel, Plutarco Elías Calles.
Jamás se conocieron en persona, pero dicen que el presidente sentía un
amor platónico por la bailarina y sus transgresiones. Al enterarse de su
muerte, movió Roma con Santiago para que en el cementerio, en el que ya
no se hacían inhumaciones por falta de espacio, Isadora tuviera su
nicho.
Es así como la bailarina que danzaba descalza, con el pelo al viento y con movimientos demasiado sensuales para la época,
tiene un lugar en el cementerio-panteón-museo donde están enterrados
Benito Juárez y otros personajes de la Historia reciente de México. Su
historia personal, cargada de tragedias y excesos; de amores
escandalosos y, sobre todo, de mucho arte, tiene su cara más desconocida
y romántica en México. Por cierto, la lápida del nicho tiene las fechas
erróneas: la bailarina nació en San Francisco en 1877 y murió en Niza
en 1927.
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