Hubo una vez, no hace mucho, en la Isla, como un destello de último
juventud, de felicidad desprendida. Parte de la belleza del fulgor era
que sabíamos, a plena conciencia, que nos habíamos despedido de la
juventud en un tiempo remoto, tan remoto como la propia Isla.
Fue un fulgor que cubrió los valles y las aristas de aquella sustancia
mítica que una vez, casi al comienzo de nuestra historia, descubrimos en
medio de la náusea. Tenía la intensidad de la tierra húmeda de las
veredas en diciembre, del azul oceánico entre las nubes blancas de los
alisios, el brillo de la colina de San Roque cuando se asoma al
Atlántico y, más allá del horizonte, reverbera otra vida, otra
posibilidad, y también otra felicidad, que nunca llegamos a conocer.
Me conmueve traer ahora aquel destello último. Yo creo que muchos de los
que participaron en las tardes estivales que rememoro para adentro, en
los paseos por los áridos del Sur, de un modo inconsciente rechazaron
después seguir mordiendo la alegría.
Las veces que he vuelto aquello no estaba triste, ni sumido en una luz
superior, que pertenece a la Isla pero se mantiene escondida, como
escondidas se encuentran las venas del volcán que la unen al lecho del
océano para que no se desvanezca, para que no deje de existir como
nosotros hemos dejado de existir en aquel instante de juventud.
Las últimas veces que he vuelto, aquello incluso vibraba con su vida propia remozada, comercial y bulliciosa, pero que ya no es la nuestra, la vida nuestra que hemos vertido hacia allá tanto tiempo, para que la Isla, y nosotros, se mantuviera.
En cierto modo, todas nuestras palabras, todo nuestro amor, han sido como las venas volcánicas. Y aquel relumbre de felicidad al que me refiero, la juventud del volcán diciendo su luz.
Las últimas veces que he vuelto, aquello incluso vibraba con su vida propia remozada, comercial y bulliciosa, pero que ya no es la nuestra, la vida nuestra que hemos vertido hacia allá tanto tiempo, para que la Isla, y nosotros, se mantuviera.
En cierto modo, todas nuestras palabras, todo nuestro amor, han sido como las venas volcánicas. Y aquel relumbre de felicidad al que me refiero, la juventud del volcán diciendo su luz.
Del Diario Virtual de Jose Carlos Cataño.
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