Alfonso Aijón, legendario promotor de Ibermúsica, repasa una vida dedicada a la excelencia musical y dibuja un futuro preocupante para su sector.
En una de las paredes del despacho de Alfonso Aijón cuelgan las fotos
de grandes músicos del siglo XX y XXI. Daniel Barenboim, Zubin Mehta,
Radu Lupu, Kurt Masur, Mariss Jansons...
Lo llama “el muro de las lamentaciones”. Maestros que en algún momento de los últimos 43 años le han ayudado a levantarse cuando ha arriesgado más de lo que recomendaría la prudencia empresarial y ha terminado arruinado
. Genios, a menudo, huraños, arrogantes y malcarados, incluso con fama de peseteros,que no han tenido inconveniente en tocar gratis o hacer lo necesario para que su amigo siguiera jugándosela por la excelencia musical.
Alfonso Aijón, aventurero y montañero vocacional, asiduo a sus 81 años del Himalaya (fue el primer español que anduvo por allí), es el padrino de la música clásica en España y uno de los hombres más influyentes del sector en Europa.
El superviviente de una estirpe de promotores que desaparece y de una manera de entender la música, como él dice, cada vez más alejada de este mundo.
“Compadezco a los profesionales que me siguen. Piensan: ‘Aijón tiene 81, le quedan tres telediarios…’ y esperan hacerse con esto. Pero van de cráneo.
Hay un hueco entre la generación de mis abonados, que no es que se den de baja, sino que mueren, y lo que viene ahora...”.
El gran hacedor musical que ha tenido este país en las últimas cuatro décadas ve el futuro muy negro.
La afición no se regenera, la crítica carece de utilidad, el mundo de los agentes enmaraña la escena y los jóvenes intérpretes, con más talento y preparación que nunca, afrontan un panorama de orquestas en descomposición. Él se queja, pero insiste.
Ninguna ciudad en Europa, a excepción de Viena, donde a menudo las orquestas recalan casi gratuitamente, verá un ciclo musical del estratosférico nivel que ha propuesto Ibermúsica esta temporada. Simon Rattle y la Filarmónica de Berlín, Lorin Maazel y la Filarmónica de Múnich, Daniele Gatti y Viena, Claudio Abbado, Mariss Jansons y el Concertgebouw, Michael Tilson Thomas y la London Symphony Orchestra, Esa-Pekka Salonen… Una abrumadora constelación que se une a muchos otros grandes nombres de la historia que también pasaron por Ibermúsica, como Gustav Leonhardt, Carlo Maria Giulini, Sir John Eliot Gardiner, Valery Gergiev, Sergiu Celibidache o Georg Solti.
La última ha sido, con todo, la mejor temporada que ha hecho nunca, dice, para la que, como suele sucederle a mitad de curso, los números empiezan a conspirar en su contra.
Pero siempre cae de pie. Como en 1963, cuando se salvó de puro milagro del accidente de un avión de Swissair en el que murieron 80 personas. Aijón, volvía de Nepal y transportaba unas serpientes venenosas para un zoo suizo: quedó retenido en el aeropuerto de Zúrich y perdió el fatídico vuelo.
“Es suerte”, dice siempre. Pero en lo profesional, también una rara pasión por trabajar para los demás, “sin vanas y orgullosas intenciones”, como reza una partitura de Falla que cuelga en su oficina y que le sirve de inspiración
. Así que, al final, saldrán los números, esos 800.000 euros que le faltan. Aunque no será con ayudas públicas. Nunca ha pedido una subvención. “Si no, no estaría aquí. O ya me hubieran colado al protegido de turno en la programación. El dinero, para los conservatorios”, sostiene Aijón.
Ibermúsica se fundó en 1970, al principio con recitales de solistas —“son más complicados que una orquesta de 100 músicos”— y más adelante como ciclo sinfónico.
Antes había sido el primer director técnico de la orquesta de RTVE y un montón de cosas más por medio mundo.
Apunten: enterrador, pastor de búfalos en Japón, minero, cónsul honorario, periodista, obrero de la carretera panasiática y… banquero. “Esa fue la peor experiencia de mi vida”.
A la vuelta de todo aquello, se embarcó en la promoción musical en un país donde la gran referencia hasta la fecha había sido el legendario Ernesto Quesada, un cubano de “cerebro prodigioso”. Siendo representante de los pianos Steinway montó un imperio: Conciertos Daniel. “Tenía los mejores artistas, pero también la mala fortuna de las guerras. Es el padre de todos: el de la agencia Vitoria, de Felicitas Keller, y el mío”.
A la mayoría de estrellas que han desfilado por alguna de las salas de Madrid donde se ha celebrado el ciclo (María Guerrero, Teatro Real, Auditorio, La Zarzuela) les conoció cuando empezaban.
A su gran amigo Barenboim, a Zubin Mehta, Zimmerman, Maria João Pires… A muchos otros, como Pierre Boulez, les trajo él por primera vez. “Ha cambiado el panorama musical en España y, por consiguiente, en Europa. Tiene una creatividad, un gusto y una elegancia excepcionales”, dice de Aijón el director y compositor francés. Simon Rattle le llama “el Obama de la música de hace 40 años” y Evgeny Kissin, simplemente, “el mejor impressario del mundo”
. La única gran espina que ya nunca podrá quitarse es la del pianista retirado Alfred Brendel. “Felicitas [la gran agente de músicos, ya fallecida] nunca me lo quiso dejar”, lamenta.
Los rusos, en cambio, se le dieron muy bien. Una mañana recibió una llamada.
Al otro lado, un soviético le contó en inglés que era violinista y su agente le había dejado tirado en el hotel Palace, sin un duro y sin billete para continuar la gira por EE UU.
En el minibar no quedaba una maldita almendra: “Me han dicho que usted puede ayudarme”. Era el violinista Vladimir Spivakov y Aijón le pagó la estancia y el billete. Cuando el músico volvió a la Unión Soviética y habló de su generosidad, las pesadas puertas de la agencia estatal rusa se abrieron para el empresario español. “Traje a la orquesta del Marinski por primera vez, cuando era el Kirov. Y a Baryshnikov, que no lo conocía nadie y venía vestido de mala manera... Pagábamos a un artista 5.000 dólares por concierto y lo máximo que recibían, incluso el mismo Rostropovich o Richter, eran 175 dólares. Estaban muy vigilados, pero cuando veíamos un hueco, daban un concierto que no declaraban: le llamaban ‘tocar con la mano izquierda’. Muchos de los músicos vivían de eso y su gratitud ha sido infinita”.
Así fue construyendo un gran ciclo y una fiel afición: una de sus grandes obsesiones y decepciones con el tiempo. “La música antes era una necesidad. Se trataba de aficionados más sacrificados, entusiastas y agradecidos. Todavía en los 70, cuando empezó Ibermúsica, había gente que dormía a la intemperie y daba dos vueltas alrededor del Teatro Real para tener una entrada. ¿Los jóvenes hoy? No necesitan la música. Empiezan a ir a los 40 y tantos. ¿Por qué nos gastamos tanto trabajando para ellos? Es pura demagogia. Yo regalo las entradas a escuelas de música y no vienen a no ser que sean Zubin Mehta o Barenboim. No es un problema económico.
Las nuevas generaciones, en general, no tienen concentración de más de tres minutos. ¿Cómo van a ver una sinfonía de Bruckner?
Es una cuestión de evolución y un gasto inútil”.
Y lo que circunda la música también. Por ejemplo: la crítica, cuya decadencia llega, según él. con la irrupción de Federico Sopeña y muchos otros que, salvo algunas excepciones, tiraron más de reflejos y literatura que de conocimiento musical. “Además, ¿a quién le importa que un señor ponga mal a la Filarmónica de Nueva York cuando ya están en su país y la gente les ha aplaudido a rabiar.
No sirve para nada”, sostiene. ¿El futuro de los conciertos? Bajará la calidad. Sin abonos, sin compromiso, no se puede programar como este año, cree. Vamos a menos y a una apuesta por los grandes títulos y nombres del repertorio, que son los que llenan la sala. “Lo nuestro se acaba. La gente se apunta a lo conocido.
La integral de las sinfonías de Bruckner o Mahler se ha vuelto inviable. El pasado domingo vino la London Philharmonic con Jurowski y la Quinta de Mahler: 250 entradas sin vender”. Aunque parezca increíble, programar a Mahler todavía es arriesgado.
La mayoría de orquestas españolas han pasado por Ibermúsica (no lo han hecho ni lo harán la ONE y la de RTVE, “son de Madrid y se puede ir a verlas por precios baratísimos”). Pero para Aijón hay demasiadas formaciones y no cumplen su función. Una burbuja. Y los músicos de nivel siguen yéndose fuera. Por muchos motivos. “Los catedráticos de conservatorio han sido músicos fracasados. Faltan buenos profesores y sobran orquestas.
Durante mucho tiempo se trajeron músicos del este de aluvión para llenarlas. Intérpretes mediocres que luego se han repartido las audiciones. La Filarmónica de Berlín ha contratado en plaza fija a un viola murciano que dos semanas antes había sido rechazado por la ONE”.
La primera vez que Aijón trajo a la Joven Orquesta Mahler, Claudio Abbado se extrañó de que no hubiera una nómina de buenos intérpretes jóvenes en España. “¿Dónde están?”, preguntó el maestro. Hoy, la formación tiene a 26. Todo ha cambiado
. Pero no del todo. “El problema ahora es otro. ¿Dónde van a ir todos los jóvenes instrumentistas de Europa cuando las orquestas están desapareciendo de cinco en cinco en cada país? Si esos chicos piensan que van a vivir del instrumento lo llevan claro. No hay posibilidades, es otra cultura”.
A menudo, se le escapa ese tono apocalíptico escondido en alguna de las frases.
Como si estuviera cansado de todo. Como si este ya no fuera su mundo.
Pero ni él mismo acaba de creérselo. Tiene planes para los siguientes 10 años.
Y la temporada próxima, ya lo verán, ha vuelto a cometer otra de sus fantásticas locuras.
Lo llama “el muro de las lamentaciones”. Maestros que en algún momento de los últimos 43 años le han ayudado a levantarse cuando ha arriesgado más de lo que recomendaría la prudencia empresarial y ha terminado arruinado
. Genios, a menudo, huraños, arrogantes y malcarados, incluso con fama de peseteros,que no han tenido inconveniente en tocar gratis o hacer lo necesario para que su amigo siguiera jugándosela por la excelencia musical.
Alfonso Aijón, aventurero y montañero vocacional, asiduo a sus 81 años del Himalaya (fue el primer español que anduvo por allí), es el padrino de la música clásica en España y uno de los hombres más influyentes del sector en Europa.
El superviviente de una estirpe de promotores que desaparece y de una manera de entender la música, como él dice, cada vez más alejada de este mundo.
“Compadezco a los profesionales que me siguen. Piensan: ‘Aijón tiene 81, le quedan tres telediarios…’ y esperan hacerse con esto. Pero van de cráneo.
Hay un hueco entre la generación de mis abonados, que no es que se den de baja, sino que mueren, y lo que viene ahora...”.
El gran hacedor musical que ha tenido este país en las últimas cuatro décadas ve el futuro muy negro.
La afición no se regenera, la crítica carece de utilidad, el mundo de los agentes enmaraña la escena y los jóvenes intérpretes, con más talento y preparación que nunca, afrontan un panorama de orquestas en descomposición. Él se queja, pero insiste.
Ninguna ciudad en Europa, a excepción de Viena, donde a menudo las orquestas recalan casi gratuitamente, verá un ciclo musical del estratosférico nivel que ha propuesto Ibermúsica esta temporada. Simon Rattle y la Filarmónica de Berlín, Lorin Maazel y la Filarmónica de Múnich, Daniele Gatti y Viena, Claudio Abbado, Mariss Jansons y el Concertgebouw, Michael Tilson Thomas y la London Symphony Orchestra, Esa-Pekka Salonen… Una abrumadora constelación que se une a muchos otros grandes nombres de la historia que también pasaron por Ibermúsica, como Gustav Leonhardt, Carlo Maria Giulini, Sir John Eliot Gardiner, Valery Gergiev, Sergiu Celibidache o Georg Solti.
La última ha sido, con todo, la mejor temporada que ha hecho nunca, dice, para la que, como suele sucederle a mitad de curso, los números empiezan a conspirar en su contra.
Pero siempre cae de pie. Como en 1963, cuando se salvó de puro milagro del accidente de un avión de Swissair en el que murieron 80 personas. Aijón, volvía de Nepal y transportaba unas serpientes venenosas para un zoo suizo: quedó retenido en el aeropuerto de Zúrich y perdió el fatídico vuelo.
“Es suerte”, dice siempre. Pero en lo profesional, también una rara pasión por trabajar para los demás, “sin vanas y orgullosas intenciones”, como reza una partitura de Falla que cuelga en su oficina y que le sirve de inspiración
. Así que, al final, saldrán los números, esos 800.000 euros que le faltan. Aunque no será con ayudas públicas. Nunca ha pedido una subvención. “Si no, no estaría aquí. O ya me hubieran colado al protegido de turno en la programación. El dinero, para los conservatorios”, sostiene Aijón.
Ibermúsica se fundó en 1970, al principio con recitales de solistas —“son más complicados que una orquesta de 100 músicos”— y más adelante como ciclo sinfónico.
Antes había sido el primer director técnico de la orquesta de RTVE y un montón de cosas más por medio mundo.
Apunten: enterrador, pastor de búfalos en Japón, minero, cónsul honorario, periodista, obrero de la carretera panasiática y… banquero. “Esa fue la peor experiencia de mi vida”.
A la vuelta de todo aquello, se embarcó en la promoción musical en un país donde la gran referencia hasta la fecha había sido el legendario Ernesto Quesada, un cubano de “cerebro prodigioso”. Siendo representante de los pianos Steinway montó un imperio: Conciertos Daniel. “Tenía los mejores artistas, pero también la mala fortuna de las guerras. Es el padre de todos: el de la agencia Vitoria, de Felicitas Keller, y el mío”.
A la mayoría de estrellas que han desfilado por alguna de las salas de Madrid donde se ha celebrado el ciclo (María Guerrero, Teatro Real, Auditorio, La Zarzuela) les conoció cuando empezaban.
A su gran amigo Barenboim, a Zubin Mehta, Zimmerman, Maria João Pires… A muchos otros, como Pierre Boulez, les trajo él por primera vez. “Ha cambiado el panorama musical en España y, por consiguiente, en Europa. Tiene una creatividad, un gusto y una elegancia excepcionales”, dice de Aijón el director y compositor francés. Simon Rattle le llama “el Obama de la música de hace 40 años” y Evgeny Kissin, simplemente, “el mejor impressario del mundo”
. La única gran espina que ya nunca podrá quitarse es la del pianista retirado Alfred Brendel. “Felicitas [la gran agente de músicos, ya fallecida] nunca me lo quiso dejar”, lamenta.
Los rusos, en cambio, se le dieron muy bien. Una mañana recibió una llamada.
Al otro lado, un soviético le contó en inglés que era violinista y su agente le había dejado tirado en el hotel Palace, sin un duro y sin billete para continuar la gira por EE UU.
En el minibar no quedaba una maldita almendra: “Me han dicho que usted puede ayudarme”. Era el violinista Vladimir Spivakov y Aijón le pagó la estancia y el billete. Cuando el músico volvió a la Unión Soviética y habló de su generosidad, las pesadas puertas de la agencia estatal rusa se abrieron para el empresario español. “Traje a la orquesta del Marinski por primera vez, cuando era el Kirov. Y a Baryshnikov, que no lo conocía nadie y venía vestido de mala manera... Pagábamos a un artista 5.000 dólares por concierto y lo máximo que recibían, incluso el mismo Rostropovich o Richter, eran 175 dólares. Estaban muy vigilados, pero cuando veíamos un hueco, daban un concierto que no declaraban: le llamaban ‘tocar con la mano izquierda’. Muchos de los músicos vivían de eso y su gratitud ha sido infinita”.
Así fue construyendo un gran ciclo y una fiel afición: una de sus grandes obsesiones y decepciones con el tiempo. “La música antes era una necesidad. Se trataba de aficionados más sacrificados, entusiastas y agradecidos. Todavía en los 70, cuando empezó Ibermúsica, había gente que dormía a la intemperie y daba dos vueltas alrededor del Teatro Real para tener una entrada. ¿Los jóvenes hoy? No necesitan la música. Empiezan a ir a los 40 y tantos. ¿Por qué nos gastamos tanto trabajando para ellos? Es pura demagogia. Yo regalo las entradas a escuelas de música y no vienen a no ser que sean Zubin Mehta o Barenboim. No es un problema económico.
Las nuevas generaciones, en general, no tienen concentración de más de tres minutos. ¿Cómo van a ver una sinfonía de Bruckner?
Es una cuestión de evolución y un gasto inútil”.
Y lo que circunda la música también. Por ejemplo: la crítica, cuya decadencia llega, según él. con la irrupción de Federico Sopeña y muchos otros que, salvo algunas excepciones, tiraron más de reflejos y literatura que de conocimiento musical. “Además, ¿a quién le importa que un señor ponga mal a la Filarmónica de Nueva York cuando ya están en su país y la gente les ha aplaudido a rabiar.
No sirve para nada”, sostiene. ¿El futuro de los conciertos? Bajará la calidad. Sin abonos, sin compromiso, no se puede programar como este año, cree. Vamos a menos y a una apuesta por los grandes títulos y nombres del repertorio, que son los que llenan la sala. “Lo nuestro se acaba. La gente se apunta a lo conocido.
La integral de las sinfonías de Bruckner o Mahler se ha vuelto inviable. El pasado domingo vino la London Philharmonic con Jurowski y la Quinta de Mahler: 250 entradas sin vender”. Aunque parezca increíble, programar a Mahler todavía es arriesgado.
La mayoría de orquestas españolas han pasado por Ibermúsica (no lo han hecho ni lo harán la ONE y la de RTVE, “son de Madrid y se puede ir a verlas por precios baratísimos”). Pero para Aijón hay demasiadas formaciones y no cumplen su función. Una burbuja. Y los músicos de nivel siguen yéndose fuera. Por muchos motivos. “Los catedráticos de conservatorio han sido músicos fracasados. Faltan buenos profesores y sobran orquestas.
Durante mucho tiempo se trajeron músicos del este de aluvión para llenarlas. Intérpretes mediocres que luego se han repartido las audiciones. La Filarmónica de Berlín ha contratado en plaza fija a un viola murciano que dos semanas antes había sido rechazado por la ONE”.
La primera vez que Aijón trajo a la Joven Orquesta Mahler, Claudio Abbado se extrañó de que no hubiera una nómina de buenos intérpretes jóvenes en España. “¿Dónde están?”, preguntó el maestro. Hoy, la formación tiene a 26. Todo ha cambiado
. Pero no del todo. “El problema ahora es otro. ¿Dónde van a ir todos los jóvenes instrumentistas de Europa cuando las orquestas están desapareciendo de cinco en cinco en cada país? Si esos chicos piensan que van a vivir del instrumento lo llevan claro. No hay posibilidades, es otra cultura”.
A menudo, se le escapa ese tono apocalíptico escondido en alguna de las frases.
Como si estuviera cansado de todo. Como si este ya no fuera su mundo.
Pero ni él mismo acaba de creérselo. Tiene planes para los siguientes 10 años.
Y la temporada próxima, ya lo verán, ha vuelto a cometer otra de sus fantásticas locuras.
No hay comentarios:
Publicar un comentario