Joseph Mitchell comenzó a escribir para la revista The New Yorker en 1937 sobre la gente corriente de Nueva York. En 1942, publicó El profesor Gaviota, un perfil de Joe Gould, un bohemio que sufría el tormento de la Trinidad: intemperie, hambre y resacas. Pedigüeño de oficio –sableaba a una clientela más o menos fija con lo que él llamaba contribuciones para la Fundación Joe Gould-, explicaba a quien quería oírle que era el autor de la Historia oral, título al que a veces añadía “de nuestro tiempo”, una obra monumental de más de nueve millones de palabras (casi tres veces las que tiene la Biblia). Gould aseguraba que su obra crecía gracias a las cosas que escuchaba a la gente. Escribía sus notas en cuadernos escolares que repartía entre personas de confianza para que los custodiaran.
Dijo que había perdido la pluma y que quería pedirme una contribución a la Fundación Joe Gould para comprarse otra”. Esa tarde, en una conversación con un editor al que llamó Mitchell para intentar que Gould publicara su obra, el escritor del New Yorker se dio cuenta de que la Historia oral era una invención de Gould. “¡Dios mío! –dije-. No existe. –Estaba abrumado-. La Historia oral es un invento. No existe”.
Gould falleció en 1957. Mitchell se tomó su tiempo y esperó hasta 1964 para revelar el descubrimiento en un nuevo perfil que tituló El secreto de Joe Gould. Al final del texto, Mitchell escribió: “Una de las pocas cosas que he aprendido en la vida es que para todo hay un momento y un lugar”. Nunca dejó de ser un reportero ‑escribía y tomaba notas constantemente con un lapicero en papel amarillo de la revista plegado tres veces para formar un rectángulo-, pero no volvió a publicar nuevos trabajos en los 32 años siguientes a la aparición de El secreto de Joe Gould.
Aunque no publicaba nada, Joseph Mitchell continuaba siendo un hombre de costumbres, según lo describe su hija en una reciente entrevista, salía de su casa a las 9 de la mañana para ir a su despacho en el New Yorker y regresaba a las 6 de la tarde. Se levantaba temprano, hacía gárgaras durante un minuto antes de desayunar huevos, zumo de naranja y tostadas con mermelada.
Llevaba un sombrero Fedora, trajes y hasta la ropa interior de Brooks Brothers, incluso en la granja en verano donde aprovechaba la ropa más usada. Los sábados salía de su casa por la mañana con dos bolsas de la compra para ir a buscar tesoros en los solares de los edificios demolidos. Mitchell falleció en 1996 a los 87 años.
Para hacerse una idea de los hallazgos del escritor entre los escombros su hija dice que, después de morir su padre, se repartieron 240 tenedores entre las dos hermanas.
Aficionando a observar a los pájaros, entusiasta de la arquitectura –le gustaba estudiar las fachadas de los edificios de Nueva York con unos binoculares-, dedicaba algún tiempo de sus vacaciones a repoblar bosques y, como se ha dicho, hurgaba entre los escombros para llevar trofeos a casa tales como cubiertos o pomos de puertas. "Mi padre recogía rascacielos enteros y los metía debajo de la cama", ha explicado su hija Nora Mitchell.
Antes de entrar en el New Yorker, cuando trabajaba para los periódicos, llegaba a escribir tres crónicas en un día. En 1939, su año más prolífico en The New Yorker, según explica el periodista Mark Singer, escribió trece historias.
En 1942 publicó dos, una de ellas El profesor gaviota. El año siguiente solo escribió un perfil y en los veinte años posteriores su ritmo de producción era más o menos de una historia cada dos años.
Un amigo consideraba que era “lascivo” preguntar por qué no escribió más Mitchell, creía que la respuesta simplemente era que “escribió lo suficiente ".
De la obra de Joseph Mitchell en España solo se han publicado los dos perfiles de Joe Gould, que Anagrama editó en 2000. El libro salió a la venta por un precio de 1.900 pesetas.
Ese mismo año se estrenó la película El secreto de Joe Gould, dirigida y protagonizada por Stanley Tucci. En mayo de 2010, Quinteto publicó los perfiles en una edición de bolsillo que se podía comprar por 6,95 euros. Los perfiles de Joe Gould no se han publicado en edición electrónica y no es fácil encontrarlos en las librerías.
En realidad, Mitchel publicó alrededor de 2.000 palabras entre los años 1964 y 1996.
Se trata de los textos que escribió para las solapas, sobrecubiertas y, especialmente, para las notas de autor de Up in the old hotel, en 1992, donde se recogieron las historias que aparecieron en New Yorker entre 1943 y 1964. El libro se convirtió en un éxito. Mitchell, a los 84 años, consiguió su primer best seller.
Ocho años después de la publicación se seguían vendiendo 7.000 ejemplares al año en Estados Unidos.
El pasado mes de julio Vintage Clasics editó en Reino Unido los perfiles de Mitchell, que se venden por 9,99 libras en papel, y se puede conseguir en formato ebook por 9 euros.
Tal vez sea un buen momento para publicar en España la obra de uno de los mejores periodistas aprovechando las ventajas de la edición electrónica. Mitchell es un buen ejemplo del antihéroe periodístico que poco tiene que ver con la fatuidad de muchos de sus sucesores.
Aburridos del periodismo más barato, ese que vive de las opiniones, merece la pena leer a Mitchell para comprender que existe otra forma de hacer las cosas, más humilde –él se consideraba un humilde periodista y creía que no hacía falta ser una celebridad para que alguien resultara interesante-.
El escritor no anteponía su propia opinión a la de los personajes que intervienen en la historia.
No juzgaba ni valoraba, se dedicaba solo a contar historias de forma amena para que el lector pueda disfrutar e, incluso, divertirse. Por eso sus obras resultan tan interesantes después de sesenta años.
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