Parece que al misántropo es al quien le cabe reparar en la desaparición de los amigos.
Yo a un amigo lo he perdido en su depresión
. A otro en la psicosis. No
cuento a los estragados por la desesperación, el alcohol, la heroína, el
sida. Luego están las amistades, los ególatras, los monoparlantes, los
seres intermitentes, los nombres temporales. Hay una gran marea de ellos
que se perdió con mi naufragio del 97 o 98: mi cuba, mi gran
cuba.
Algunos los he vuelto a tener al alcance, pero, sinceramente, ni
él ni yo hemos hecho el menor esfuerzo por saber nada del otro. Otros,
anteriores a la hecatombe (con tumba incluida), aparecieron y me dieron
la sensación de hojas pasadas, de días ya vividos y sin la menor
importancia.
Siempre puede estar el saludante, "¿Pero no estabas viviendo en
Madrid?", que es como me saludó X, en el último evento socioliterario al
que asistí, antes de verano, lo que es una variante más alegre de
aquella otra gran pregunta: "¿Pero no te habías ido a Canarias?" Pero...
¿no te habías muerto?
Con tanto entrar y salir por las vidas de una historia (la que me
llevará o llevaré conmigo a la cuba final), ocurren estas cosas:
desapariciones, desgajamientos, espejismos
. Espejismos son los rostros
que entre la multitud cree uno que pertenecen a alguien conocido, en
otro tiempo y lugar, y esa es la razón por la que más de una vez he
estado a punto para el gran respingo, el gran abrazo (al desconocido).
Mirando a veces a la estela, parece que uno siente ganas de arrojarse a
las posas, esas burbujas cristalinas, esos oasis luminosos, esos huecos
intactos que recuerdan las islas natales.
Jose Carlos Cataño
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