Una casa para vivir, para compartir, salpicada de muebles y objetos del Rastro y de anticuarios, y con un vestidor deslumbrante.
Una casa en la que escribir (Elvira anda liada con un guion para cine que protagonizará su amigo Javier Cámara) y en la que leer (su larga y nutrida librería, que simula una biblioteca pública, es una de las joyas).
La autora pasa aquí seis meses al año, de junio a diciembre
. Y durante ese tiempo trabaja en ella, recibe a sus amigos y a sus cuatro hijos –que tienen aquí un lugar al que volver–.
El resto, la parte más dura del invierno y la primavera, lo vive en Nueva York, donde su marido, el escritor Antonio Muñoz Molina, da clases en la Universidad de Columbia. Y donde guarda los abrigos para estar bajo cero.
¿Prefiere la de Madrid o la de Nueva York? «Las dos las he hecho mías.
No podría vivir con sensación de provisionalidad, así que me acomodo a cada una», apunta la escritora, que ha creado dos hogares a los que adapta su vida.
Un detalle: la neoyorquina está situada en un barrio de escritores y periodistas, junto al río Hudson, «donde se puede bajar en pijama a pasear al perro, las mujeres van desaliñadas y es imposible competir en extravagancia», advierte Lindo.
De ese Nueva York personal, descubierto en sus paseos cotidianos, habla uno de sus últimos libros, Lugares que no quiero compartir con nadie (Seix Barral).
Pero ese desaliño de allí no es muy de la escritora, nacida en Cádiz.
Solo hay que verla con el vestido de flores, sesentero de veras, de Corachán y Delgado, que se compró recién aterrizada en Madrid.
Con eso ya se adivina que Elvira tiene una relación buena con la ropa, con la moda. «Una relación heredada. A mi madre le gustaba mucho esto.
Sabía conjuntar las cosas, era elegante», recuerda. En su fondo de armario guarda el traje de novia de su progenitora, que murió cuando ella tenía 16 años, y que exhibe a veces en un maniquí que le regaló su hijo Miguel.
Y una camisa blanca, que aún se pone y que compró en su primer viaje de pareja a Nueva York, hace 20 años.
«A mí me gusta la ropa, no me acompleja reconocerlo. Y me doy caprichos en esto, sí. Creo que en ninguna otra cosa… Bueno, y en los taxis», comenta divertida. No suele acumular prendas, las comparte y las regala a veces a gente a la que quiere, «como el vestido de Prada que me compré cuando me dieron el Premio Biblioteca Breve».
Su vestidor madrileño es chic, pulcro y muy visitado por amigas y familia.
Está en la planta abuhardillada de la casa, junto al dormitorio.
Bien organizado y espacioso, contiene bastante piezas vintage, ninguna manoletina y ningún chándal –una prenda que detesta–, ningún stiletto (no sucumbió a ellos), tampoco minifaldas, pero sí muchos colores otoñales, muchos tacones y muchos pañuelos, como los tres que acaba de comprarse de Chichinabo, una firma que le gusta especialmente
. Y alguna joya hallada en anticuarios, algún bolso de Chanel o alguna prenda especial y más o menos lujosa, que le regala su marido. «Ese tipo de cosas me las compra Antonio».
El escritor se deja asesorar mucho –y con mucho humor– en cuestiones de estilo. «A él no le interesa demasiado, pero yo cumplo mi papel femenino», confiesa. (Una confidencia: durante la entrevista quedó claro que Muñoz Molina cree, a ciencia cierta, que todos los vaqueros son iguales).
Elvira es coqueta, sin remisión, incluso cuando nadie la ve. Buena parte de su trabajo lo lleva a cabo en casa.
Y no escribe en pijama.
Colabora con RNE desde su hogar neoyorquino y, pese a que está sola en su estudio, se pinta los labios, se pone colorete y arregla el espacio desde el que interviene.
«Hay que diferenciar la vida privada y el oficio. Así que si voy a trabajar, me visto para eso, y voy por casa como podría ir por la calle».
Pese a lo que dictarían los tópicos, ella va más de compras en Madrid que en Nueva York.
«En España hay ropa muy bonita, y soy fiel a mis tenderos
. Cuando llevo ropa de aquí, allí la valoran, quizá por el aire europeo. Una vez, en un acto, llevaba un vestido de Miriam Ocariz, entró Oscar de la Renta y me dijo que era precioso», explica.
Reconoce que es más audaz a la hora de vestirse si va a salir con los suyos que si va a un acto público. «Entonces me pongo más discreta, para no dar la nota. Procuro ser un poco camaleónica, confundirme con el paisaje en esos casos. Pero soy un pelín extravagante cuando me siento libre».
Su buena sintonía con la moda es de siempre. «Cuando vivía en Moratalaz, recuerdo que había una tienda, Morasaba, que tenía ropa distinta.
Yo era muy joven y empecé a comprarles los vestidos a plazos». Será porque la escritora se conoce bien, jamás sigue la tendencia que no le va, y, a juzgar por su casa, por ella y por su armario, tiene buen ojo y habilidad para rodearse de cosas bonitas. Por fuera, desde luego, y también por dentro.
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