Aquel hombre, Paul Cézanne (1839-1906), que en su soledad pudo hallar el arte de la filosofía y de la forma pura, precursor del cubismo y a la vez estandarte del naturalismo, desarrollador del posimpresionismo, es protagonista de una gran retrospectiva sobre su trabajo, inaugurada el jueves en el Museo Nacional de Bellas Artes de Budapest. La ironía es doble, pues no solo encuentra la memoria el creador rechazado sino que, además, lo hace desde una perspectiva radicalmente diferente a aquella con la que se ha comprendido su obra de manera póstuma, la de su aportación fundamental a la apertura hacia la modernidad.
La exposición Cézanne y el pasado. Tradición y creatividad presenta, hasta el próximo 13 de febrero en la capital húngara, un centenar de obras entre pinturas, acuarelas y dibujos. El espectacular conjunto procede de más de cuarenta instituciones de todo el mundo (desde el Louvre hasta el Albertina vienés, pasando por museos y colecciones de EE UU, la Tate londinense o el Thyssen-Bornemisza madrileño).
El privilegiado recorrido por el planeta Cézanne está acompañado de otras cuatro decenas de piezas de artistas de todas las épocas para, en una vuelta de tornas abarcar la amplitud del trabajo de toda una vida comprendido, por gracia de una posmodernidad que rompió con el relato lineal de la historia, desde su relación con el pasado.
Probablemente el mismo Cézanne se asombraría hoy al ver cómo tan lejos de su luminosa y amada Provenza natal, en un Budapest hermosamente gris y pesante, sus cuadros se admiran como los de uno de los más grandes creadores de todos los tiempos. “El más influyente pintor para el arte moderno”, en palabras de Nicholas Penny, director de la National Gallery londinense, en el acto de presentación de la muestra.
No ha sido fácil el camino para los responsables del Museo de Bellas Artes de Budapest hasta poder poner en pie semejante cúmulo de tesoros: varias versiones de La montaña de Sainte-Victoire (las más importantes son las procedentes del Courtauld Institute de Londres y de la Phillips Collection de Washington), otras dos de Los jugadores de cartas (una del Museo de Orsay de París y otra del Metropolitan de Nueva York), Las bañistas (Chicago Art Institute) y Madame Cézanne en sillón rojo (Museo de Bellas Artes de Boston) son solo algunas de las obras maestras presentes.
La exposición tiene más mérito aún si se tiene en cuenta el carácter relativamente humilde del museo de Budapest en comparación con los grandes templos del arte a nivel internacional. Sus responsables han sido capaces de establecer una compacta y millonaria red de espónsors, concretamente diversas empresas subsidiarias de una gran aseguradora internacional. Esa red ha aportado casi medio millón de euros que, sumados al apoyo del Estado tras un acuerdo total del Parlamento húngaro (Gobierno y oposición) han logrado reunir el millón de euros largo que, como explicó László Baán, el director de la institución, ha costado organizar la retrospectiva. El montante total de los seguros para garantizar el viaje de tal cúmulo de obras maestras, asciende, según datos del museo, a más de mil millones de euros.
Dividida en tres partes ordenadas cronológicamente, la exposición comisariada por Judit Geskó, directora de la colección del Museo a partir de 1800 (quien, por cierto, llevaba 25 años empeñada en llevar a buen puerto esta idea, y otros cinco trabajando sin parar en ella) comienza con las obras de juventud de un Cézanne sombrío y dolido.
Junto a sus creaciones, pueden verse piezas de Miguel Ángel, de Poussin, de Goya o de Braque, de las que el artista posimpresionista creó estudios y copias y que dejan patente la enorme influencia que ejercieron sobre él.
La segunda sección se adentra en su faceta de paisajista, por la que es más célebre, aunque sin dejar de lado sus inmortales bodegones o sus expresivos retratos simplificados.
Estos últimos componen la tercera y última porción del recorrido, que incluye además de las antes mencionadas, obras de Rafael, de Tiziano, Bernini o Van Dyck.
Prueba de la importancia de este acontecimiento museístico fue la relevancia de los invitados a la inauguración, cuyo representante más ilustre fue el primer ministro húngaro, Viktor Orbán. Su discurso fue más que elocuente para tiempos como estos de recortes en lo cultural:
“Hay gente que piensa que en malos tiempos no hay que invertir en cultura, pero nosotros creemos lo contrario. La vida no es solo la lucha por el día a día: la cultura puede mostrar la grandeza, y esa es la prueba de nuestro orgullo nacional”.
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