En el caso del juez Garzón, se ha hecho un montaje sumamente aparatoso, tres juicios seguidos con cargos de lo más diverso, dando la impresión de que si no se le hundía en el primero lo sería en el segundo o en el tercero, no había escapatoria.
Consumado lo que tiene todas las apariencias de un error judicial, de una especie de caso Dreyfus a la española, comienza a levantarse una campaña en la que participan autoridades políticas y judiciales que pretenden cerrar la boca ahora a los que exponen dudas o críticas a esa sentencia. Se dice que estamos arruinando el crédito y la autoridad de uno de los poderes del Estado y que esto es un ataque a la Democracia como si se tratase de hacernos callar, de intimidarnos. ¿Es que acaso los ciudadanos no tenemos derecho a criticar la sentencia de un tribunal o cualquiera de las decisiones de uno de los poderes del Estado?
Eso es lo que sucedía en tiempos del juez Eymar, pero no lo propio de un Estado auténticamente democrático. Hasta ahora en este país hemos tenido amplia libertad para criticar a los poderes públicos. Cierto que las leyes aprobadas por el Parlamento, las sentencias de los tribunales, se han aplicado, pero unos y otros las hemos criticado con toda libertad y hemos reclamado su anulación en el ejercicio de un derecho ciudadano. Hasta aquí nadie ha ocultado sus opiniones. Hemos censurado seriamente, desde la derecha y desde la izquierda, lo que considerábamos errores del Gobierno de Rodríguez Zapatero sin que nadie se escandalizase.
Hemos puesto verde a la llamada clase política. Hemos denunciado el peligro del alejamiento entre las instituciones, los partidos políticos y el ciudadano en el curso de la crisis económica que tan intensamente sufre España. Hemos criticado algunas decisiones del Tribunal Constitucional. Últimamente, el CIS, en su encuesta de opinión, ha hecho público que el 70% de los españoles tienen poca o ninguna confianza en el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy. Un miembro de la familia real está bajo la seria imputación de un juez, y prensa y ciudadanos lo comentan libremente.
Y de repente se intenta cerrar la boca a los que consideran injusta la condena del juez Garzón, el hombre que procesó a Pinochet precipitando su caída, que apoyó a las víctimas de la opresión fascista en Argentina, que impulsó la causa de la rehabilitación de las víctimas del franquismo y a la vez persiguió eficazmente al terrorismo etarra, al narcotráfico, e hizo lo necesario para impedir prácticas de terrorismo de Estado defendiendo el Estado de derecho.
Se dice que Garzón violó la ley que solo admite las escuchas en los casos de terrorismo. Pero hay otros juristas, la Fiscalía del Estado, el juez Pedreira y muchos hombres de ley que aprobaron y aprueban la conducta de Garzón. Yo no soy abogado, pero pienso que la corrupción de la política por negociantes como los de la trama Gürtel ha hecho más daño al sistema democrático en España que el lacerante terrorismo de ETA. En definitiva, el Estado democrático se fortaleció luchando contra el terrorismo y ETA fue derrotada por las fuerzas de seguridad y, en definitiva, por la unión de todos los demócratas. Mientras que la corrupción ha hecho que los ciudadanos pierdan el respeto a los partidos políticos, a las instituciones y a la misma moral política, sin las cuales la democracia no funciona, suena a escándalo que la primera condena sea la del juez que inició la investigación de la trama Gürtel, que comprometió gravemente a miembros del partido que ahora gobierna.
Si se acepta generalmente que los políticos pueden llegar a corromperse, ¿cómo negar la posibilidad de que algunos abogados se dejen corromper y terminen colaborando con la trama de un delito de blanqueo de dinero, que fue la sospecha que originó la decisión de Garzón? Y por cierto, la experiencia de este proceso, a juzgar por su desarrollo hasta hoy, en absoluto ha impedido la labor de las defensas.
En las circunstancias que atravesamos, la condena del juez Garzón es también un síntoma de que la salud de nuestra democracia está tocada. Hay otros datos que acentúan la inquietud. En este país está creciendo el miedo y los españoles tenemos una larga experiencia de lo que puede ser el miedo como paralizante del espíritu cívico. Con más de cinco millones de parados, el Gobierno lanza una nueva reforma laboral que solo va a aumentar las rentas del capital para satisfacción de los bancos y a debilitar el poder sindical. Se engaña deliberadamente a los ciudadanos cuando se dice que a la larga eso creará empleo. Cualquier persona sensata sabe que una mayor rebaja de los sueldos reduce la demanda y eso provoca más paro. Pero se trata de crear la idea de que esto es una fatalidad contra la que a los ciudadanos no les queda más remedio que resignarse, lo que genera más miedo entre los que se sienten débiles.
Sobre ese estado de ánimo, el Gobierno piensa que será más fácil imponer medidas como las que la Iglesia dicte, las reglas de moral del Estado, aunque eso anule derechos humanos importantes.
Que la trama Gürtel y otras puedan quedar en la impunidad, como ha comenzado a suceder en el reciente juicio de Valencia, añade la sensación de desamparo.
Que la Academia de Historia, que parecía resignarse a corregir el diccionario de personalidades que negaba el carácter de totalitaria a la dictadura de Franco y justificaba su colaboración con el Eje fascista, de improviso anuncia que va a mantener la redacción primitiva, aumenta la sensación de que estamos retrocediendo.
Que se anuncia que criticar una sentencia como la impuesta a Garzón es una amenaza para la democracia o las intervenciones de la policía en la Puerta del Sol contra el 15-M, que hasta ahora no se habían producido, tiene que poner en guardia a la ciudadanía contra un posible peligro de involución. Hay que impedir que vuelvan los tiempos del miedo.
Santiago Carrillo fue secretario general del PCE y es comentarista político.
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