Ser capaces de establecer vínculos consistentes, con contenido, con alcance, con verdad, es una tarea compleja y necesaria.
No basta con constatar que en ocasiones son insuficientes o inapropiados.
La labor de procurarlos exige una pormenorizada y minuciosa dedicación. Más parece que habríamos de velar por reconocer los existentes, por valorarlos y por tejer el texto de una relación. Para ello se precisa urdimbre y trama, pero sobre todo un detallado, cuidadoso e insistente quehacer.
No es cuestión de limitarse a aguardar que ocurran, hay que hacer el movimiento.
Y, desde luego, es preciso reconocer la conveniencia de dichos vínculos, desearlos. De no ser así, pronto encontraríamos buenas razones para constatar la debilidad de lo enlazado o para proclamar su infecundidad. Es preciso labrar la tierra si deseamos que sea fructífera.
Vincular no es simplemente adjuntar, ni añadir, ni poner al lado. Requiere una implicación mutua, una pertenencia común, algo bien distinto del establecimento de un terreno o de la posesión de un patrimonio de otros.
Vincular no es conquistar.
El vínculo adecuado no se sostiene en la adhesión sino en el reconocimiento recíproco. Ni siquiera se reduce a la natural relación.
Más bien se basa en la voluntad y en la decisión compartidas.
Necesitamos vínculos. Firmes, estables, consistentes. Sustentados en la confianza y en el afecto que brotan de la voluntad y del trato sincero y persistente, no de la arrogante supuesta superioridad. Sólo así tales vínculos radicarán en la incorporación de unos en otros, en la colaboración de unos con otros, en la experiencia de lo que, a pesar de las peculiaridades, hay en cada quien, de lo que, a pesar de las apariencias, no es ni tan absolutamente distante ni ajeno.
Vincular no es efectuar una adición, una anexión, sino la potenciación que surge de la disposición a compartir una suerte común.
No hay comentarios:
Publicar un comentario