LA PUNTA
Cataratas lejanas, imprevistas, efímeras. Con el fragor conque por los cuatro costados te rodea el mar, en este punto, no parece probable que allá lejos pueda extenderse el Teide, así pálido por causa del calor, que, sin embargo, aquí viene atemperado por los ventarrones, removiendo aun las equilibradas copas de los dragos.
De modo que más allá del estruendo oceánico -las mangas anchas de oleaje, tres y cuatro por detrás de las que se rompen en las rocas- existe un cielo azul desvaído, el contorno violento de las sombras en los acantilados hacia Dos Hermanos, la mesa mota por encima de Bajamar, algo de eucaliptos en silueta, y el Volcán y sus estribaciones que, por Garachico, es aire blanco.
Cangrejos grandes, y negros como en El Hierro, aunque de más envergadura. ¿Aquí veraneaba mi madre y su familia? ¿Aquí aprendí a nadar en las hoyas?
Deslumbrante el Teide, y si entornas los ojos, desaparece. Debe de hacer mucho calor en los bosques de pino, en la pinocha a la sombra, ligeramente inclinada, resbaladiza, como que siempre has tenido la sensación de que, abandonado a su aroma de resina candente, en un santiamén te estarías partiendo el espinazo sobre los basaltos orilleros, en esos que, al norte y al sur de la Isla, excitan a las espumas.
© José Carlos Cataño
No hay comentarios:
Publicar un comentario