Las herencias dan grandes tramas literarias, pero los escritores suelen ser pésimos redactores de testamento. A menudo es su peor novela.
O no, o tal vez sea la más perfecta, si pensamos que es la única ocasión en que de verdad los personajes cobran vida propia y forjan capítulos durante años.
Si el autor no la deja escrita puede desatarse una batalla a la altura de sus tramas: caso Stieg Larsson.
En otras lo que establece con letra clara ante notario contraría a personas con expectativas: caso Mario Benedetti.
Y luego está Cela: caso aparte.
El escritor urdió una trama societaria y operaciones ficticias para marginar a su único hijo, Camilo José Cela Conde, de su sabrosa herencia. El Nobel gallego no dejó cabos sueltos
. El 17 de julio de 1991 otorgó testamento en Padrón donde declaró heredera a su segunda esposa, Marina Castaño, y despachó sin nada a su hijo, al que daba “por totalmente pagado de todos sus derechos en la herencia de testador” con la donación de un miró de peripecia rocambolesca conocido como El cuadro rasgado (vendido por el hijo en 120.000 euros en 1995).
Las diferencias entre los dos Cela no eran menores, según describe la sentencia del caso.
Con el tiempo cayeron en esa espiral ascendente que tan bien retrató la película La guerra de los Rose a propósito de las peleas conyugales.
En 1994, el hijo intentó revocar la donación a la Fundación Camilo José Cela del manuscrito original de La familia de Pascual Duarte.
Un año después, el padre hizo lo propio para tratar de dar marcha atrás con la donación del miró en los juzgados. “Habida cuenta tales desavenencias y con la finalidad de perjudicar los derechos legitimarios de su único hijo, Camilo José Cela y Marina Castaño formalizaron una serie de negocios jurídicos”, según la sentencia.
A partir de 1996, el autor de La colmena cedió todos los derechos de explotación sobre sus obras y su nombre a dos sociedades, de forma que cuando falleció, el 17 de enero de 2002, no poseía bienes ni derechos de ningún tipo.
Era pobre de pedir. En todas las maniobras mercantiles había dos objetivos: eludir el pago de la pensión de 4.808 euros mensuales a su primera esposa, Rosario Conde, y apartar a su hijo de sus bienes.
Lo que trató de atar el novelista lo han desatado ahora los jueces, que no han dudado en reescribir otro final (provisional, de momento) a la historia.
Primero, el Juzgado de Primera Instancia número 40 de Madrid en 2010.
Después, la Audiencia de Madrid en mayo pasado.
Ambos dan la razón a Camilo José Cela Conde en sus reclamaciones, al declarar “la nulidad de determinados contratos por constituir donaciones encubiertas” y “la inoficiosidad de las aportaciones a la Fundación Camilo José Cela” (se entregaron bienes por valor de 3,7 millones de euros que los jueces consideraron lesivos para los intereses del hijo).
Según las sentencias, los derechos “legitimarios” de Cela Conde ascienden a 5,2 millones de euros (1,1 deberán aportarse por la Fundación y el resto por Marina Castaño) para sumar la parte legítima de la herencia que le corresponde (dos terceras partes), a la que habrá que añadir un porcentaje de los derechos de autor de Cela, valorados durante el procedimiento judicial en 3,9 millones de euros. La versión final, no obstante, será escrita por el Tribunal Supremo, ante el que Marina Castaño y la Fundación Camilo José Cela han presentado un recurso de casación.
Por su parte, Miquel Capellà, abogado de Cela Conde, ha solicitado la ejecución provisional de la sentencia.
En realidad, excluido el morbo, la trifulca hereditaria de los Cela es una de tantas. “El hecho de que los litigios hereditarios tengan que ver con escritores no cambia en absoluto el trasfondo jurídico. La única variante a considerar es la determinación del contenido económico de los derechos de autor que también forman parte del caudal hereditario”, explica Capellà.
Pero sí hay algunas singularidades en el ambiente literario que contribuyen a que la desaparición del autor desencadene un conflicto. “El escritor se caracteriza por su distancia con las cosas prácticas y concretas, por lo cual siempre posterga el ‘ordenar sus papeles’, y muchas veces la muerte —tan impredecible— llega antes de ese momento.
No necesariamente los herederos tienen un compromiso literario con la herencia que reciben, y hacen lo que pueden o lo que les ofrece mayores ingresos (en el corto plazo)”, apunta por correo electrónico Guillermo Schavelzon, cuya agencia literaria representa a numerosos autores latinoamericanos como Andrés Neuman, Iván Thays, Gioconda Belli, Marcela Serrano o Ricardo Piglia.
Stieg Larsson, el protagonista del fenómeno literario de más impacto mundial de los últimos tiempos (con permiso de J. K. Rowling), cumplió con esa apreciada regla de oro de los creadores: desdén hacia el futuro y despreocupación por lo mundano
. Larsson murió de un infarto en noviembre de 2004, ocho meses antes de que la primera entrega de Millennium se convirtiera en un boom editorial sin precedentes. Murió con las estrecheces económicas con las que vivió.
Y sin testamento.
Sus herederos legales fueron su padre Erland y su hermano Joakim, que han recibido los colosales beneficios de las ventas de la trilogía protagonizada por Mikael Blomkvist y Lisbeth Salander. Eva Gabrielsson, su pareja durante 32 años, se quedó al margen de la herencia porque su país no otorga derechos fuera del matrimonio (si no hay testamento).
Ella insiste en que reivindica la gestión de la propiedad literaria —en 2010 solicitó a los Larsson el derecho a gestionar textos periodísticos y políticos— y que le da igual el dinero.
Muy distinta es la interpretación de Kurdo Baksi, un amigo de Stieg que publicó un libro plagado de claroscuros criticado por Gabrielsson y apoyado por Erland y Joakim.
Él cree que Gabrielsson tiene un afán más corriente que dificulta el pacto entre ambas partes: “El acuerdo no es posible, porque Gabrielsson quiere todo el dinero aunque no estaba casada con Stieg Larsson”. “Ella ha hablado fatal de la familia Larsson, que quiso darle dos millones de euros, pero Eva quiere controlar todos los derechos de los libros de Stieg: económicos, artísticos y morales”, afirma.
Joakim Larsson asegura que han intentado “reconciliarse” con Gabrielsson sin éxito.
“Respetamos a Eva mucho, ella fue parte de la vida de mi hermano y queremos dialogar con ella sobre qué hacer con su legado pero no contesta al teléfono ni nuestras cartas. ¡No es buen terreno para comenzar a dialogar!”.
Al margen de lo que ha llovido (en ventas millonarias por todo el mundo y adaptaciones cinematográficas), está en juego la continuidad de Millennium.
Stieg Larsson dejó escritas 200 páginas de la cuarta entrega en el ordenador que conserva Eva, que además estaría dispuesta a concluir la novela.
La falta de compromiso con la memoria —y la ética de Stieg Larsson, un periodista de izquierdas especializado en investigaciones sobre grupos de extrema derecha— es uno de los principales reproches de su oficiosa viuda, que censura la “industria Millennium” en que se ha convertido la saga en manos de sus familiares.
“A este paso, no sería de extrañar que un día me lo encuentre en una botella de cerveza, un paquete de café o un coche.
No quiero que sus luchas y sus ideales sean embrutecidos y explotados”, escribe en Millennium, Stieg y yo (Destino), memorias de sus días con el periodista y de sus días sin él.
Ahí explica las peripecias por las que pasó la negociación con la familia Larsson, que incluyó propuestas mezquinas (la donación de la mitad del apartamento de 54 metros cuadrados en el que vivía con Stieg a cambio del ordenador del escritor donde se conservan 200 páginas de la cuarta entrega de Millennium) y pintorescas (¡una propuesta de matrimonio de conveniencia con el padre de Stieg!).
Como era de esperar, nada de lo que cuenta Gabrielsson en su libro concuerda con las explicaciones de Joakim Larsson, hermano del escritor fallecido.
“Mientras Stieg vivió mi padre y yo tuvimos una buena relación con Eva Gabrielsson.
Después de su muerte, le dimos todo lo que Stieg tenía de dinero y el apartamento.
Queríamos que tuviera una buena vida. Y entonces dejó de hablarnos.
Dijo que no quería dinero nuestro procedente de los libros de mi hermano.
No quería regalos nuestros, quería heredar el dinero o trabajar para ellos, así que le ofrecimos un asiento en la compañía que gestiona el legado de mi hermano y dos millones de euros, pero dijo no”, cuenta por correo electrónico Joakim Larsson.
En otros casos, el lío salta porque la voluntad del autor está demasiado clarita. Mario Benedetti, que legó algunos de los títulos más sugerentes de las letras españolas (Primavera con una esquina rota, Biografía para encontrarme…), trató siempre de preservar su libertad aunque atentase contra sus intereses económicos o sus raíces familiares.
En 1974, cuando ya estaba exiliado en Buenos Aires, rechazó a Carmen Balcells como agente total apelando al lirismo: “No se me escapa que es una mala decisión en lo económico, pero en este campo, al menos, quiero mantener mi libertad”. Y tal vez el lirismo le llevó a cambiar su testamento en 2008, un año antes de morir, para nombrar como heredera universal de todos sus bienes a una fundación encargada de promover su obra y apoyar a organizaciones defensoras de los derechos humanos, “en especial las dedicadas al esclarecimiento y la investigación de los detenidos desaparecidos en nuestro país, respetando en todo caso el pensamiento y convicciones del autor”.
Benedetti incluso puso por escrito los nombres de las personas que se sentarían en el consejo de administración de la fundación y designó a la escritora Sylvia Lago como presidenta. “Me consta que Benedetti no quería en vida nada que llevara su nombre, por la humildad que lo caracterizaba, decía que se podría considerar un acto de soberbia. Algunos allegados, entre ellos su hermano, le insistían en la formación de una fundación. Finalmente accedió a dejarlo plasmado en su testamento”, cuenta Sylvia Lago por correo electrónico, en el que asegura que al no existir herederos forzosos, “no se presentó ningún inconveniente, tampoco se interpuso ninguna denuncia”.
A su hermano Raúl Benedetti el escritor le otorgó una aportación mensual fija y vitalicia de 1.430 euros. Pero tras pasar por el notario, la poesía de Mario salió tronando por boca de Raúl. “Para mí, se lo hicieron firmar”, declaró el hermano del poeta al semanario uruguayo Búsqueda, antes de anunciar que daría la batalla legal para revocar el testamento, entre otras razones porque confiaba en presidir la fundación.
Raúl murió en 2011, poco antes de subastar un centenar de cartas y postales que su hermano le había enviado a lo largo de su vida desde diferentes exilios y viajes. Pero, recuerda Guillermo Schavelzon, agente literario de Benedetti, “la justicia uruguaya rápidamente decidió que no tenía nada que opinar al respecto”. “En realidad”, puntualiza, “el reclamo fue hecho por su reciente cónyuge, que tiene 50 años menos que Raúl”.
La irritación de Raúl encontró eco en la prensa, aunque finalmente todo se encauzó como Mario Benedetti quería. “Los medios nos ofrecen siempre los malos ejemplos: las peleas entre hermanos, entre viuda y viudo e hijos, etcétera. Más grave me parecen algunos casos donde no hay conflicto, pero la viuda elimina o cambia dedicatorias, u otros casos en los que 15 años después de muerto el autor, cada año, puntualmente, aparece un libro inédito”, critica Schavelzon.
En la picota han estado o están la gestión de algunos legados literarios como los de Jorge Luis Borges, Rafael Alberti o Vicente Aleixandre (pendiente de una sentencia del Supremo).
Guillermo Schavelzon alude a un elemento complejo que añade conflictividad a las herencias de los autores: “Nadie quiere trabajar con algo tan inmaterial y conflictivo como son los textos escritos por uno mismo
. Casi ningún escritor se anima de verdad a decidir qué quiere que se publique y qué no; los que realmente actuaron así, no sabemos quiénes son, simplemente porque destruyeron lo que no querían publicar”.
Y a quienes lo tienen claro, ¿es legítimo desobedecerles? En una carta que se considera su testamento, el autor de La metamorfosis escribió:
“Todo lo que se encuentre de mis escritos cuando yo muera, debe ser quemado de forma inmediata, sin ser leído”.
Si Max Brod hubiese hecho caso a la petición de su amigo, Franz Kafka, jamás se hubieran publicado El proceso, El desaparecido y El castillo.
O no, o tal vez sea la más perfecta, si pensamos que es la única ocasión en que de verdad los personajes cobran vida propia y forjan capítulos durante años.
Si el autor no la deja escrita puede desatarse una batalla a la altura de sus tramas: caso Stieg Larsson.
En otras lo que establece con letra clara ante notario contraría a personas con expectativas: caso Mario Benedetti.
Y luego está Cela: caso aparte.
El escritor urdió una trama societaria y operaciones ficticias para marginar a su único hijo, Camilo José Cela Conde, de su sabrosa herencia. El Nobel gallego no dejó cabos sueltos
. El 17 de julio de 1991 otorgó testamento en Padrón donde declaró heredera a su segunda esposa, Marina Castaño, y despachó sin nada a su hijo, al que daba “por totalmente pagado de todos sus derechos en la herencia de testador” con la donación de un miró de peripecia rocambolesca conocido como El cuadro rasgado (vendido por el hijo en 120.000 euros en 1995).
Las diferencias entre los dos Cela no eran menores, según describe la sentencia del caso.
Con el tiempo cayeron en esa espiral ascendente que tan bien retrató la película La guerra de los Rose a propósito de las peleas conyugales.
En 1994, el hijo intentó revocar la donación a la Fundación Camilo José Cela del manuscrito original de La familia de Pascual Duarte.
Un año después, el padre hizo lo propio para tratar de dar marcha atrás con la donación del miró en los juzgados. “Habida cuenta tales desavenencias y con la finalidad de perjudicar los derechos legitimarios de su único hijo, Camilo José Cela y Marina Castaño formalizaron una serie de negocios jurídicos”, según la sentencia.
A partir de 1996, el autor de La colmena cedió todos los derechos de explotación sobre sus obras y su nombre a dos sociedades, de forma que cuando falleció, el 17 de enero de 2002, no poseía bienes ni derechos de ningún tipo.
Era pobre de pedir. En todas las maniobras mercantiles había dos objetivos: eludir el pago de la pensión de 4.808 euros mensuales a su primera esposa, Rosario Conde, y apartar a su hijo de sus bienes.
Lo que trató de atar el novelista lo han desatado ahora los jueces, que no han dudado en reescribir otro final (provisional, de momento) a la historia.
Primero, el Juzgado de Primera Instancia número 40 de Madrid en 2010.
Después, la Audiencia de Madrid en mayo pasado.
Ambos dan la razón a Camilo José Cela Conde en sus reclamaciones, al declarar “la nulidad de determinados contratos por constituir donaciones encubiertas” y “la inoficiosidad de las aportaciones a la Fundación Camilo José Cela” (se entregaron bienes por valor de 3,7 millones de euros que los jueces consideraron lesivos para los intereses del hijo).
Según las sentencias, los derechos “legitimarios” de Cela Conde ascienden a 5,2 millones de euros (1,1 deberán aportarse por la Fundación y el resto por Marina Castaño) para sumar la parte legítima de la herencia que le corresponde (dos terceras partes), a la que habrá que añadir un porcentaje de los derechos de autor de Cela, valorados durante el procedimiento judicial en 3,9 millones de euros. La versión final, no obstante, será escrita por el Tribunal Supremo, ante el que Marina Castaño y la Fundación Camilo José Cela han presentado un recurso de casación.
Por su parte, Miquel Capellà, abogado de Cela Conde, ha solicitado la ejecución provisional de la sentencia.
En realidad, excluido el morbo, la trifulca hereditaria de los Cela es una de tantas. “El hecho de que los litigios hereditarios tengan que ver con escritores no cambia en absoluto el trasfondo jurídico. La única variante a considerar es la determinación del contenido económico de los derechos de autor que también forman parte del caudal hereditario”, explica Capellà.
Pero sí hay algunas singularidades en el ambiente literario que contribuyen a que la desaparición del autor desencadene un conflicto. “El escritor se caracteriza por su distancia con las cosas prácticas y concretas, por lo cual siempre posterga el ‘ordenar sus papeles’, y muchas veces la muerte —tan impredecible— llega antes de ese momento.
No necesariamente los herederos tienen un compromiso literario con la herencia que reciben, y hacen lo que pueden o lo que les ofrece mayores ingresos (en el corto plazo)”, apunta por correo electrónico Guillermo Schavelzon, cuya agencia literaria representa a numerosos autores latinoamericanos como Andrés Neuman, Iván Thays, Gioconda Belli, Marcela Serrano o Ricardo Piglia.
Stieg Larsson, el protagonista del fenómeno literario de más impacto mundial de los últimos tiempos (con permiso de J. K. Rowling), cumplió con esa apreciada regla de oro de los creadores: desdén hacia el futuro y despreocupación por lo mundano
. Larsson murió de un infarto en noviembre de 2004, ocho meses antes de que la primera entrega de Millennium se convirtiera en un boom editorial sin precedentes. Murió con las estrecheces económicas con las que vivió.
Y sin testamento.
Sus herederos legales fueron su padre Erland y su hermano Joakim, que han recibido los colosales beneficios de las ventas de la trilogía protagonizada por Mikael Blomkvist y Lisbeth Salander. Eva Gabrielsson, su pareja durante 32 años, se quedó al margen de la herencia porque su país no otorga derechos fuera del matrimonio (si no hay testamento).
La trama que no controló Stieg Larsson
Cuando la imagen de los Larsson estaba en entredicho tras la publicación de algunos artículos sobre la fortuna de Millennium, Eva Gabrielsson recibió una propuesta: dos millones de euros, un tercio de los derechos de autor y la participación con voz y sin voto en la sociedad que gestiona los derechos. Lo meditó bastante, pero acabó diciendo no.Ella insiste en que reivindica la gestión de la propiedad literaria —en 2010 solicitó a los Larsson el derecho a gestionar textos periodísticos y políticos— y que le da igual el dinero.
Muy distinta es la interpretación de Kurdo Baksi, un amigo de Stieg que publicó un libro plagado de claroscuros criticado por Gabrielsson y apoyado por Erland y Joakim.
Él cree que Gabrielsson tiene un afán más corriente que dificulta el pacto entre ambas partes: “El acuerdo no es posible, porque Gabrielsson quiere todo el dinero aunque no estaba casada con Stieg Larsson”. “Ella ha hablado fatal de la familia Larsson, que quiso darle dos millones de euros, pero Eva quiere controlar todos los derechos de los libros de Stieg: económicos, artísticos y morales”, afirma.
Joakim Larsson asegura que han intentado “reconciliarse” con Gabrielsson sin éxito.
“Respetamos a Eva mucho, ella fue parte de la vida de mi hermano y queremos dialogar con ella sobre qué hacer con su legado pero no contesta al teléfono ni nuestras cartas. ¡No es buen terreno para comenzar a dialogar!”.
Al margen de lo que ha llovido (en ventas millonarias por todo el mundo y adaptaciones cinematográficas), está en juego la continuidad de Millennium.
Stieg Larsson dejó escritas 200 páginas de la cuarta entrega en el ordenador que conserva Eva, que además estaría dispuesta a concluir la novela.
“A este paso, no sería de extrañar que un día me lo encuentre en una botella de cerveza, un paquete de café o un coche.
No quiero que sus luchas y sus ideales sean embrutecidos y explotados”, escribe en Millennium, Stieg y yo (Destino), memorias de sus días con el periodista y de sus días sin él.
Ahí explica las peripecias por las que pasó la negociación con la familia Larsson, que incluyó propuestas mezquinas (la donación de la mitad del apartamento de 54 metros cuadrados en el que vivía con Stieg a cambio del ordenador del escritor donde se conservan 200 páginas de la cuarta entrega de Millennium) y pintorescas (¡una propuesta de matrimonio de conveniencia con el padre de Stieg!).
Como era de esperar, nada de lo que cuenta Gabrielsson en su libro concuerda con las explicaciones de Joakim Larsson, hermano del escritor fallecido.
“Mientras Stieg vivió mi padre y yo tuvimos una buena relación con Eva Gabrielsson.
Después de su muerte, le dimos todo lo que Stieg tenía de dinero y el apartamento.
Queríamos que tuviera una buena vida. Y entonces dejó de hablarnos.
Dijo que no quería dinero nuestro procedente de los libros de mi hermano.
No quería regalos nuestros, quería heredar el dinero o trabajar para ellos, así que le ofrecimos un asiento en la compañía que gestiona el legado de mi hermano y dos millones de euros, pero dijo no”, cuenta por correo electrónico Joakim Larsson.
En otros casos, el lío salta porque la voluntad del autor está demasiado clarita. Mario Benedetti, que legó algunos de los títulos más sugerentes de las letras españolas (Primavera con una esquina rota, Biografía para encontrarme…), trató siempre de preservar su libertad aunque atentase contra sus intereses económicos o sus raíces familiares.
En 1974, cuando ya estaba exiliado en Buenos Aires, rechazó a Carmen Balcells como agente total apelando al lirismo: “No se me escapa que es una mala decisión en lo económico, pero en este campo, al menos, quiero mantener mi libertad”. Y tal vez el lirismo le llevó a cambiar su testamento en 2008, un año antes de morir, para nombrar como heredera universal de todos sus bienes a una fundación encargada de promover su obra y apoyar a organizaciones defensoras de los derechos humanos, “en especial las dedicadas al esclarecimiento y la investigación de los detenidos desaparecidos en nuestro país, respetando en todo caso el pensamiento y convicciones del autor”.
Benedetti incluso puso por escrito los nombres de las personas que se sentarían en el consejo de administración de la fundación y designó a la escritora Sylvia Lago como presidenta. “Me consta que Benedetti no quería en vida nada que llevara su nombre, por la humildad que lo caracterizaba, decía que se podría considerar un acto de soberbia. Algunos allegados, entre ellos su hermano, le insistían en la formación de una fundación. Finalmente accedió a dejarlo plasmado en su testamento”, cuenta Sylvia Lago por correo electrónico, en el que asegura que al no existir herederos forzosos, “no se presentó ningún inconveniente, tampoco se interpuso ninguna denuncia”.
A su hermano Raúl Benedetti el escritor le otorgó una aportación mensual fija y vitalicia de 1.430 euros. Pero tras pasar por el notario, la poesía de Mario salió tronando por boca de Raúl. “Para mí, se lo hicieron firmar”, declaró el hermano del poeta al semanario uruguayo Búsqueda, antes de anunciar que daría la batalla legal para revocar el testamento, entre otras razones porque confiaba en presidir la fundación.
Raúl murió en 2011, poco antes de subastar un centenar de cartas y postales que su hermano le había enviado a lo largo de su vida desde diferentes exilios y viajes. Pero, recuerda Guillermo Schavelzon, agente literario de Benedetti, “la justicia uruguaya rápidamente decidió que no tenía nada que opinar al respecto”. “En realidad”, puntualiza, “el reclamo fue hecho por su reciente cónyuge, que tiene 50 años menos que Raúl”.
La irritación de Raúl encontró eco en la prensa, aunque finalmente todo se encauzó como Mario Benedetti quería. “Los medios nos ofrecen siempre los malos ejemplos: las peleas entre hermanos, entre viuda y viudo e hijos, etcétera. Más grave me parecen algunos casos donde no hay conflicto, pero la viuda elimina o cambia dedicatorias, u otros casos en los que 15 años después de muerto el autor, cada año, puntualmente, aparece un libro inédito”, critica Schavelzon.
En la picota han estado o están la gestión de algunos legados literarios como los de Jorge Luis Borges, Rafael Alberti o Vicente Aleixandre (pendiente de una sentencia del Supremo).
Guillermo Schavelzon alude a un elemento complejo que añade conflictividad a las herencias de los autores: “Nadie quiere trabajar con algo tan inmaterial y conflictivo como son los textos escritos por uno mismo
. Casi ningún escritor se anima de verdad a decidir qué quiere que se publique y qué no; los que realmente actuaron así, no sabemos quiénes son, simplemente porque destruyeron lo que no querían publicar”.
Y a quienes lo tienen claro, ¿es legítimo desobedecerles? En una carta que se considera su testamento, el autor de La metamorfosis escribió:
“Todo lo que se encuentre de mis escritos cuando yo muera, debe ser quemado de forma inmediata, sin ser leído”.
Si Max Brod hubiese hecho caso a la petición de su amigo, Franz Kafka, jamás se hubieran publicado El proceso, El desaparecido y El castillo.
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