Llueve. El melancólico hilo de gotas de lluvia en las hojas de los árboles.
Soy feliz sin embargo, la niña china y el niño catalán jugando a la puerta del Okay, los coches con las luces encendidas a mediodía, los altos semáforos autistas, el bosque Güell. (Bosque, del catalán y provenzal, que lo recogen de Italia; bosque, con sentido de señorío -no sé dónde he leído de estos asuntos-; en cambio: monte, montaña; Montana, más lejanía).
El mar, el mar no se divisa. Tampoco las pistas del aeropuerto. Todas las fachadas están mudas, detrás de la neblina de lluvia.
Cincuenta y ocho treinta de agosto. Cincuenta y ocho vísperas. Cincuenta y ocho curvas por la vieja carretera del Sur.
Cincuenta y ocho cuevas en las faldas calcáreas en las que pedía, una por una, que me dejaran.
De Jose Carlos Cataño
No hay comentarios:
Publicar un comentario