Aunque nunca se haya ido, con Amor bajo el espino blanco Zhang Yimou está de vuelta.
El que perdura en las tripas, el que desequilibra a partir de la (aparente) sencillez expositiva, el que alarga la secuencia a base de miradas, sonrisas y lágrimas, sin que se le pueda acusar de empalagoso; porque lo que cuenta es terrible y tiene un poso de verdad histórica, política, humana. No el Yimou de la última década, el pomposo en la forma y casi incomprensible en el fondo, con el que hacía falta ir al cine con un esquema previo para poder seguir sus hilos argumentales y a sus personajes; el de Hero, La casa de las dagas voladoras y La maldición de la flor dorada, el de las ínfulas godardianas de Una mujer, una pistola y una tienda de fideos chinos.
Hablar ahora de la China de la Revolución Cultural tiene mucho de contrarrevolucionario y de contracultural. Aunque a Yimou, un mito en su país, nunca le haya molestado demasiado la censura, las presiones siempre están ahí. En el país del Politburó, el que se abre a un cierto capitalismo mientras se agarra a un cierto maoísmo, contar una historia de amor prohibido en la China de los campos de trabajo, de la reeducación, de la persecución del capitalismo hasta la cárcel o la muerte, tiene mucho de provocación.
Y, sin embargo, los jerarcas políticos parecen haberse quedado con la preciosidad de historia que se cuenta, con su simbolismo, con su sencilla poética, con su grandeza disfrazada de rutina. Aquí, además, se puede elucubrar con la política. De modo que la película, con una estructura que fluye como un río a base de capítulos unidos por clásicos fundidos a negro, tiene valor doble: el de la delicadeza y el del coraje.
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