Un Blues

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Del material conque están hechos los sueños

15 jul 2012

Una historia de lucha de clases por Juan José Millás

Marichalar-Urdangarin: Primer duelo de la serie que el escritor y periodista publicará durante el verano en las páginas de EL PAÍS


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Pregunta: ¿se puede odiar a alguien por el mero hecho de que vista pantalones con dibujos de amebas?
Respuesta: sí, si se ha sido lo suficientemente pobre como para considerarlo una ostentación típica de las clases ociosas.
Pregunta: ¿hay en la vida algo más inquietante que un cuñado?
Respuesta: sí, un concuñado.
Jaime de Marichalar e Iñaki Urdangarin fueron concuñados, quizá todavía lo sean frente a Dios, que no admite otro divorcio que el que administran, previo pago de la correspondiente mordida, los tribunales de la Iglesia.
 Concuñados, decíamos, una relación difícil como pocas en la que solo caben el afecto fingido que se actualiza en la paella familiar de los domingos o la competitividad desatada por ganarse el aprecio de los suegros comunes, especialmente si no son tan comunes, como sucede cuando uno emparenta con la Casa Real.
Muchas veces hemos fantaseado con aquel instante inaugural en el que Marichalar y Urdangarin fueron presentados.
 Los vemos estrechándose las manos, sonriendo cortésmente, quizá observándose con disimulo para deducir del aspecto físico y del aliño indumentario del otro cuál de los dos tendría más posibilidades de medrar en el organigrama monárquico
. El uno procedía de una familia de rancio abolengo, signifique lo que signifique abolengo (de rancio sabemos que se aplica al tocino pasado de fecha); el otro, de una familia numerosa acomodada, aunque de clase media.
 Marichalar vestía como un dandi (en la medida en que las amebas lo sean); Urdangarin vestía normal. El primero era feo; el segundo era guapo.
 El noble, sin carecer de masa muscular, no la tenía lógicamente tan desarrollada como el deportista…
 No vamos a decir, en fin, porque resultaría exagerado, que cada uno fuera el negativo del otro, pero sí que las diferencias entre ambos resultaban notables.
 Eso lo sabían sin duda alguna las infantas, que mientras asistían a este primer encuentro, presumiendo cada una internamente de su cónyuge, quizá se preguntaban cuál de los dos daría mejor resultado como marido o exmarido, como padre, como yerno, como duque consorte, como hombre de negocios…
Pregunta: ¿puede darse un episodio de lucha de clases en una atmósfera de gente bien situada económicamente como la que estamos describiendo?
Respuesta: sí.
Ignoramos dónde se produjo aquel primer encuentro, si en un bar, en una discoteca, en un desfile de moda o en una galería de arte.
 En todo caso, allí se escribiría el primer capítulo de una relación humanamente complicada, pues a la ya difícil condición de concuñados se sumaban exigencias de carácter histórico determinadas por la posición de la futura prole en la línea de sucesión a la corona. ¿Quién tendría más hijos? ¿Quién los educaría mejor? ¿Quién ganaría más dinero? ¿Quién enviudaría antes?
Pregunta: ¿estamos o no estamos hablando de un episodio de lucha de clases real, en los dos sentidos del término?
Respuesta: sí, evidentemente.
La situación era tan de folletín, tan de novela del siglo XIX, tan de porteras en última instancia, que cada español, de forma explícita u oculta, tomó partido por un cuñado u otro.
 No creemos equivocarnos al afirmar que este primer asalto lo ganaron Urdangarin y Cristina, que transmitían la imagen de una pareja moderna, normal, currante y tan fresca (incluso tan cool) que quizá ni necesitaran, al contrario de los rancios Marichalar y Elena, usar desodorante.
Pregunta: ¿es necesario echar colonia en la colonia para que huela bien?
Respuesta: no, la fragancia forma parte de su naturaleza.
Urdangarin y Cristina no necesitaban perfumarse porque ellos eran el perfume, como lo serían después sus hijos, que enseguida empezaron a llegar a esta difícil meta de salida que llamamos existencia a un ritmo de campeones olímpicos. Sin prisa, pero sin pausa, hasta completar una familia numerosa ejemplar tanto desde el punto de vista de la forma como desde la perspectiva del fondo. Nótese, por si fuera poco, que Urdangarin, en las primeras fotos que conocimos de él, recordaba bastante al príncipe Felipe, y así lo destacaron muchos medios.
 Quiere decirse que aquella unión parecía bendecida también por el prestigio de una pasión oscuramente incestuosa en un país donde la gente es muy aficionada a meterse en la cama con su madre.
Pregunta: ¿era lógico que el primer asalto de ese colosal episodio de lucha de clases librado en el interior de la monarquía lo ganara la clase media representada por la pareja Iñaki-Cristina?
Respuesta: sí. Y no solo era lo lógico, sino lo deseable.
Pero la vida es complicada.
 El rencor de clase, que es el motor de la historia, no siempre favorece al rencoroso. Con el rencor de clase, igual que con las escopetas, no se juega, pues corre uno el peligro de pegarse un tiro a sí mismo, como el pobre Froilán.
 Quizá es lo que le ocurrió a Urdangarin, que pretendiendo superar al concuñado noble, pero de recursos económicos limitados, se dio un tiro en el pie, ese pie con el que está a un paso de entrar en la cárcel si las influencias de la familia política no lo remedian. Le está bien empleado aunque solo sea porque trataba al servicio doméstico (la servidumbre, para él) como al culo.
 Los desclasados tenemos más peligro que el capitán Garfio.
Pregunta final: ¿ganó entonces, finalmente, este raro episodio de lucha de clases la nobleza ociosa frente a la clase media emprendedora?
Respuesta: sí.
Corolario: pues estamos jodidos.
Próxima entrega, el miércoles: Carmen Thyssen / Borja Thyssen.

 

Pregunta: ¿se puede odiar a alguien por el mero hecho de que vista pantalones con dibujos de amebas?
Respuesta: sí, si se ha sido lo suficientemente pobre como para considerarlo una ostentación típica de las clases ociosas.
Pregunta: ¿hay en la vida algo más inquietante que un cuñado?
Respuesta: sí, un concuñado.
Jaime de Marichalar e Iñaki Urdangarin fueron concuñados, quizá todavía lo sean frente a Dios, que no admite otro divorcio que el que administran, previo pago de la correspondiente mordida, los tribunales de la Iglesia. Concuñados, decíamos, una relación difícil como pocas en la que solo caben el afecto fingido que se actualiza en la paella familiar de los domingos o la competitividad desatada por ganarse el aprecio de los suegros comunes, especialmente si no son tan comunes, como sucede cuando uno emparenta con la Casa Real.
Muchas veces hemos fantaseado con aquel instante inaugural en el que Marichalar y Urdangarin fueron presentados. Los vemos estrechándose las manos, sonriendo cortésmente, quizá observándose con disimulo para deducir del aspecto físico y del aliño indumentario del otro cuál de los dos tendría más posibilidades de medrar en el organigrama monárquico. El uno procedía de una familia de rancio abolengo, signifique lo que signifique abolengo (de rancio sabemos que se aplica al tocino pasado de fecha); el otro, de una familia numerosa acomodada, aunque de clase media. Marichalar vestía como un dandi (en la medida en que las amebas lo sean); Urdangarin vestía normal. El primero era feo; el segundo era guapo. El noble, sin carecer de masa muscular, no la tenía lógicamente tan desarrollada como el deportista… No vamos a decir, en fin, porque resultaría exagerado, que cada uno fuera el negativo del otro, pero sí que las diferencias entre ambos resultaban notables. Eso lo sabían sin duda alguna las infantas, que mientras asistían a este primer encuentro, presumiendo cada una internamente de su cónyuge, quizá se preguntaban cuál de los dos daría mejor resultado como marido o exmarido, como padre, como yerno, como duque consorte, como hombre de negocios…
Pregunta: ¿puede darse un episodio de lucha de clases en una atmósfera de gente bien situada económicamente como la que estamos describiendo?
Respuesta: sí.
Ignoramos dónde se produjo aquel primer encuentro, si en un bar, en una discoteca, en un desfile de moda o en una galería de arte. En todo caso, allí se escribiría el primer capítulo de una relación humanamente complicada, pues a la ya difícil condición de concuñados se sumaban exigencias de carácter histórico determinadas por la posición de la futura prole en la línea de sucesión a la corona. ¿Quién tendría más hijos? ¿Quién los educaría mejor? ¿Quién ganaría más dinero? ¿Quién enviudaría antes?
Pregunta: ¿estamos o no estamos hablando de un episodio de lucha de clases real, en los dos sentidos del término?
Respuesta: sí, evidentemente.
La situación era tan de folletín, tan de novela del siglo XIX, tan de porteras en última instancia, que cada español, de forma explícita u oculta, tomó partido por un cuñado u otro. No creemos equivocarnos al afirmar que este primer asalto lo ganaron Urdangarin y Cristina, que transmitían la imagen de una pareja moderna, normal, currante y tan fresca (incluso tan cool) que quizá ni necesitaran, al contrario de los rancios Marichalar y Elena, usar desodorante.
Pregunta: ¿es necesario echar colonia en la colonia para que huela bien?
Respuesta: no, la fragancia forma parte de su naturaleza.
Urdangarin y Cristina no necesitaban perfumarse porque ellos eran el perfume, como lo serían después sus hijos, que enseguida empezaron a llegar a esta difícil meta de salida que llamamos existencia a un ritmo de campeones olímpicos. Sin prisa, pero sin pausa, hasta completar una familia numerosa ejemplar tanto desde el punto de vista de la forma como desde la perspectiva del fondo. Nótese, por si fuera poco, que Urdangarin, en las primeras fotos que conocimos de él, recordaba bastante al príncipe Felipe, y así lo destacaron muchos medios. Quiere decirse que aquella unión parecía bendecida también por el prestigio de una pasión oscuramente incestuosa en un país donde la gente es muy aficionada a meterse en la cama con su madre.
Pregunta: ¿era lógico que el primer asalto de ese colosal episodio de lucha de clases librado en el interior de la monarquía lo ganara la clase media representada por la pareja Iñaki-Cristina?
Respuesta: sí. Y no solo era lo lógico, sino lo deseable.
Pero la vida es complicada.
 El rencor de clase, que es el motor de la historia, no siempre favorece al rencoroso.
 Con el rencor de clase, igual que con las escopetas, no se juega, pues corre uno el peligro de pegarse un tiro a sí mismo, como el pobre Froilán.
Quizá es lo que le ocurrió a Urdangarin, que pretendiendo superar al concuñado noble, pero de recursos económicos limitados, se dio un tiro en el pie, ese pie con el que está a un paso de entrar en la cárcel si las influencias de la familia política no lo remedian.
Le está bien empleado aunque solo sea porque trataba al servicio doméstico (la servidumbre, para él) como al culo.
 Los desclasados tenemos más peligro que el capitán Garfio.
Pregunta final: ¿ganó entonces, finalmente, este raro episodio de lucha de clases la nobleza ociosa frente a la clase media emprendedora?
Respuesta: sí.
Corolario: pues estamos jodidos.
Próxima entrega, el miércoles: Carmen Thyssen / Borja Thyssen.

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