Me meto en el Okay al final de la tarde.
En el vestíbulo, al aire libre, está el amigo Ayamonte. Yo más bien no tengo ganas de hablar
. Confiaba en que sentado a la mesa no hubiera nadie, para así poder mirar al sol sobre las colinas sin abrir la boca. Ayamonte me pone su cara más tierna y por fin se decide. "Invítame a una cerveza", suplica
. Le invito a una cerveza y le dejo para la siguiente. Detrás de la barra hay una china nueva, alta, bastante rotunda. A saber qué traspasos se han hecho entre ellos los chinos, porque ya he visto a muchos, y a muchas también altas y bien asentadas como la nueva, y a tantos desaparecer del local.
En algún punto de China debe de haber mujeres altas, de caderas anchas, bien distribuido el cuerpo, los pómulos altos y los labios contorneados
. Mujeres de alguna belleza en la cara, belleza ruda, descreída, aunque la hermosura de sus cuerpos para mi gusto es indudable.
De pie, apoyado en la puerta de entrada, me acabo mi agua mineral.
El sol es salvaje sobre el toldo. Todavía hay autocares de turistas en el parque Güell
. De repente Ayamonte se arranca con un fandanguillo.
Antes me ha preguntado que cómo me van las cosas. La letrilla gitana habla de un poeta. Sonríe con la boca abierta, las cejas alzadas por el misterio de su vida. No hace mucho, un mediodía, me contó cómo peinaba todos estos collados a la vista de caracoles y espárragos trigueros y así se ganaba el sustento. Otro día me habló de sus heridas en la guerra de la antigua Yugoslavia. Heridas mentales, se entiende. Le sorprende que uno sea buena persona, educada y desprendida
. A mí el dinero me quema en las manos. Nunca tendré dinero ni para comprar una casa en Tenerife. El mundo te absuelve a través de personas como Ayamonte, los pocos dientes riendo con el sol de la tarde.
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