La ironía de la presidenta de Madrid sobre los que salieron a recibir a los mineros sobresalía por su extrema inoportunidad y su despectiva descripción de lo que no le gustaba.
Manifestantes, indignados, en todo caso ciudadanos preocupados por el presente, por el futuro, y por dejar en el hombro del otro la solidaridad que forma parte de la esperanza. Seres humanos que de pronto sienten que quizá quedándose en casa no cumplen con la función civil que les da vida y salen a la calle, uno a uno, hasta convertirse en una multitud que canta, grita o baila.
O se encabrita.
Se celebra mucho cuando pasa en otro sitio, en Tahrir, por ejemplo. Aquí a veces cae sobre esos que se juntan para gritar aquel No de Raimon el chaparrón de la ironía, forma enrevesada del desprecio.
Pues eso, seres mostrando solidaridad, eran los que abrigaron en la Puerta del Sol de Madrid a los mineros que venían del norte.
Hubo gente que se dedicó a contarlos, para explicar que esta ciudad, que es tantas veces el blanco móvil de las chanzas porque representa el epicentro de las burocracias, es mucho más que la capital del Reino. Es, también, un lugar en el que se abraza al que viene, sobre todo si llega en son de paz aunque el ánimo lo tenga en guerra.
Por eso salieron a la calle tantos madrileños, para que los mineros que venían en fila desde tan lejos entendieran que ahí había también, aguardándolos, esa lucecita que ellos llevaban como símbolo de su estado de ánimo. Oscuros, pero aún capaces de iluminarse a sí mismos.
Le dijeron a la presidenta de Madrid, en una conferencia de prensa, lo que había sucedido, por si ella tenía algo que decir. Le dijeron que el pueblo de Madrid había dado su apoyo masivo a los mineros que vinieron a protestar porque el futuro se les hizo túnel.
Y al escuchar eso, Esperanza Aguirre puso la cara de decir ironías y preguntó a su vez:
—¿Ma-si-vo?
Lo dijo así, silabeando, como mostrando, con la mirada que ella guarda para jugar al póquer con la información del otro, que ese adjetivo superaba con creces los merecimientos del apoyo. “¿Ma-si-vo?”.
Ella balbuceó luego alguna cifra menor, hasta que alguien de la sala debió decirle “Veinte mil”. Fue entonces cuando Esperanza Aguirre agarró de nuevo la ironía propia por el cuello, la retorció por la vía aritmética y se lanzó a un excurso más largo, para que el otro se callara
. Vino a decir que esa cantidad no era casi nada, pues para salir concejal en Madrid hacía falta llenar varias veces el Bernabéu de personas “distintas”. Subrayo “distintas” porque ella misma lo subrayó con la voz, imagino que para indicar que los que se habían reunido en la Puerta del Sol eran todos iguales.
Como era un día de tanto chaparrón, me pareció que esa ironía que vertía la presidenta de Madrid sobre los que salieron a recibir a los mineros para mostrarles su apoyo sobresalía por su extrema inoportunidad y por su despectiva descripción de lo que no le gustaba.
La presidenta se constituyó entonces, como los que aplauden la desgracia, en parte de una grada que muestra incomprensión o desdén por el prójimo que no va en el carril que ella quiere.
Y eso, cuando menos, es un desprecio de su propia función institucional, pues ella es la presidenta de cada uno de esos veinte mil que quizá no constituyen un contingente masivo (“¿ma-si-vo?”), pero que uno a uno, como decía Mario Benedetti, resultan mucho más que dos.
jcruz@elpais.es
O se encabrita.
Se celebra mucho cuando pasa en otro sitio, en Tahrir, por ejemplo. Aquí a veces cae sobre esos que se juntan para gritar aquel No de Raimon el chaparrón de la ironía, forma enrevesada del desprecio.
Pues eso, seres mostrando solidaridad, eran los que abrigaron en la Puerta del Sol de Madrid a los mineros que venían del norte.
Hubo gente que se dedicó a contarlos, para explicar que esta ciudad, que es tantas veces el blanco móvil de las chanzas porque representa el epicentro de las burocracias, es mucho más que la capital del Reino. Es, también, un lugar en el que se abraza al que viene, sobre todo si llega en son de paz aunque el ánimo lo tenga en guerra.
Por eso salieron a la calle tantos madrileños, para que los mineros que venían en fila desde tan lejos entendieran que ahí había también, aguardándolos, esa lucecita que ellos llevaban como símbolo de su estado de ánimo. Oscuros, pero aún capaces de iluminarse a sí mismos.
Le dijeron a la presidenta de Madrid, en una conferencia de prensa, lo que había sucedido, por si ella tenía algo que decir. Le dijeron que el pueblo de Madrid había dado su apoyo masivo a los mineros que vinieron a protestar porque el futuro se les hizo túnel.
Y al escuchar eso, Esperanza Aguirre puso la cara de decir ironías y preguntó a su vez:
—¿Ma-si-vo?
Lo dijo así, silabeando, como mostrando, con la mirada que ella guarda para jugar al póquer con la información del otro, que ese adjetivo superaba con creces los merecimientos del apoyo. “¿Ma-si-vo?”.
Ella balbuceó luego alguna cifra menor, hasta que alguien de la sala debió decirle “Veinte mil”. Fue entonces cuando Esperanza Aguirre agarró de nuevo la ironía propia por el cuello, la retorció por la vía aritmética y se lanzó a un excurso más largo, para que el otro se callara
. Vino a decir que esa cantidad no era casi nada, pues para salir concejal en Madrid hacía falta llenar varias veces el Bernabéu de personas “distintas”. Subrayo “distintas” porque ella misma lo subrayó con la voz, imagino que para indicar que los que se habían reunido en la Puerta del Sol eran todos iguales.
Como era un día de tanto chaparrón, me pareció que esa ironía que vertía la presidenta de Madrid sobre los que salieron a recibir a los mineros para mostrarles su apoyo sobresalía por su extrema inoportunidad y por su despectiva descripción de lo que no le gustaba.
La presidenta se constituyó entonces, como los que aplauden la desgracia, en parte de una grada que muestra incomprensión o desdén por el prójimo que no va en el carril que ella quiere.
Y eso, cuando menos, es un desprecio de su propia función institucional, pues ella es la presidenta de cada uno de esos veinte mil que quizá no constituyen un contingente masivo (“¿ma-si-vo?”), pero que uno a uno, como decía Mario Benedetti, resultan mucho más que dos.
jcruz@elpais.es
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