La muerte el martes por la noche a los 91 años de Ray Bradbury, maestro de la ciencia ficción más lírica, les deja huérfanos a ellos, los marcianos de ojos amarillos en sus crepusculares canales de ensueño, pero también a todos los de aquí abajo, sus hijos lectores, los que hemos viajado con él en astronaves a las estrellas y hemos bebido el licor del verano de las infancias perdidas bajo los porches de la mítica Green Town, Illinois.
Bradbury, que dispone ya de un cráter en su honor en la luna y que pidió que sus cenizas sean esparcidas en el planeta rojo, será recordado por muchas cosas, por las Crónicas marcianas, esa excepcional colección de relatos sobre la colonización del planeta Marte que cambió para siempre el género fantástico y entusiasmó a Borges; por El vino del estío y La feria de las tinieblas, dos de las novelas más conmovedoras jamás escritas sobre el delicado momento en el que los niños descubren la existencia del tiempo, de la muerte y de la responsabilidad; por la distopía Farenheit 451 con su mundo de libros perseguidos por bomberos flamígeros pero salvados por lectores contumaces en una de las más hermosas fábulas sobre la perennidad de la lectura -un tema tan actual-.
Se le recordará también por sus estremecedores cuentos sombríos, los de El país de octubre, que tanto han influido en autores de terror como Stephen King.
Pero sobre todo recordaremos de Ray Bradbury su capacidad para mezclar en un combinado único la fantasía, la poesía, la maravilla, la nostalgia y la inocencia.
Criado en los sueños, esperanzas y pesadillas de los EE UU que pasaron en pocas generaciones de ser una sociedad básicamente rural a abrazar las más portentosas y abracadabrantes tecnologías, Bradbury (Waukegan, Illinois, 1920) se entusiasmó, recelando al tiempo, con las novedades y artefactos, mostrando en sus historias lo prodigioso de la ciencia y a la vez advirtiendo de que el ser humano no debería perder su alma en aras de ella. "No debemos llevar nuestros pecados a otros mundos", le escuche decir en una ocasión, en su única visita a España, en 1991.
Era un gran moralista, con un lado indudablemente ingenuo y paternalista, incluso reaccionario, que a veces le lastraba, pero tenía el don de transportarte a un mundo de emociones y sentimientos prístinos e irresistibles. Sus diáfanas metáforas son como encajes de cristal que te arañan el corazón y te anegan los ojos de lágrimas.
Había sin embargo en él junto a la luz y el optimismo un lado oscuro, de miedo y culpa, en el que crecía fértil el musgo de lo espectral y de lo macabro.
Pocos autores han escrito como Bradbury sobre la muerte y la pérdida.
Es imposible recordar algunos de sus historias sin estremecerse, la del bebé asesino, la del perro que regresa de ultratumba, la del hombre que se hace cargo de la guadaña de la muerte y siega el campo de la vida hasta encontrar los tallos que son su mujer y sus hijos… En relatos y novelas esa sombra, ese otoño, es el contrapunto insoslayable de un gran canto vital de celebración de la existencia y de la belleza del universo.
En esencia, con toda su cultura y sabiduría, Bradbury -y él mismo lo reivindicaba- nunca dejó de ser un niño de 12 años, el asombrado y vivaz Douglas Spaulding con zapatillas de deporte nuevas de El vino del estío (1957), la preciosa novela en la que relató su infancia trasmutando su Waukegan natal en Green Town, su pequeña arcadia personal de cometas y zarzaparrilla. Ese lugar soñado hubo de abandonarlo a los 14 años cuando su padre, empleado ferroviario afectado por la depresión, se trasladó con la familia a Los Ángeles. Gran lector de literatura pulp, amante de los tebeos, empezó a publicar en fanzines y en 1941 vendió su primer cuento.
En 1950 publicó la obra por la que será especialmente recordado, Crónicas marcianas, un conjunto de cuentos vagamente unidos por el nexo de la invasión humana de Marte que llenan de asombro y transpiran una atmósfera de sobrenatural melancolía y soledad.
Cuando el año pasado visité la vieja casa de Bradbury junto a la playa de Venice, California, donde el escritor vivió con su mujer Maggie al casarse en 1947, no pude dejar de pensar en la influencia de esa pequeña Venecia con sus minúsculos canales en la creación del Marte de las crónicas.
No hay mucha ciencia-ficción en el sentido convencional en el libro, como no la hay en sus otras novelas y en sus centenares de relatos, agrupados en títulos tan conocidos como El hombre ilustrado o Las doradas manzanas del sol.
Una de las cumbres del género, Bradbury es sin embargo muy diferente de otros populares maestros contemporáneos suyos como Isaac Asimov (+1992) o Arthur C. Clarke (+2008). Solo ahora, releyendo, caigo en la cuenta de qué solos nos hemos quedado en el universo al completarse la pérdida de la gran tripleta espacial.
Poco sexo en Bradbury, les advierto, un autor que dejó escrito:
"Igual que mi amigo Ray Harryhousen concentró toda su libido en los dinosaurios, yo la puse en los cohetes, en Marte, en los extraterrestres y en una o dos muchachas que cuando me decidía a leerles mis historias huyeron muertas de aburrimiento".
No hay comentarios:
Publicar un comentario