Está claro que en este tiempo de promiscuidad social y amorosa, de facebooks, meetics y porno gratis, hipervículos y déficit de atención, la fidelidad es algo que pertenece al pasado
. También en la música, donde Internet lanza cada medio minuto a una nueva banda que enamora y decepciona igual de rápido, y donde pensar, decidir y pulsar "me gusta" no cuesta un maldito segundo
. Ayer, en la segunda jornada del Primavera Sound, intercalado con la celebración de lo contemporáneo (y lo era precisamente por su incesante viaje al pasado) y la consagración del baile como bálsamo a los tiempos que corren (The Rapture y M83), tres bandas se salieron del guion y hablaron del compromiso, un anacrónico trofeo.
The Cure y su colosal concierto, de dos horas y cuarenta minutos, monopolizaron el argumento de la noche. Sonaron tan bien, siguen siendo tan buenos y únicos que el precio de la fidelidad de las tres cuartas partes del aforo de la noche (ayer ya se parecía a esos 40.000 espectadores que la organización esperaba tener por día) fue una ganga.
Todas las bandas que tocaron a la misma hora que la legendaria obra de arte de Robert Smith —que tiene las cuerdas vocales intactas después de 20 años cantando— estuvieron condicionadas por su despliegue musical.
Todas menos Napalm Death, el cuarteto de death metal (grindcore es lo que inventaron) de Birmingham que sirvió de bandera al festival —junto al terrorífico delirio noruego de Mayhem— para este particular y extravagante revival hipster que atraviesa el género (este verano incluso se celebra un certamen en Benicàssim dedicado exclusivamente a este tipo de formaciones)
. Presos del brutal romanticismo que implica seguir a cuestas tanto tiempo con los principios, abarrotaron su escenario, sobre todo de incondicionales, pero también de mucho advenedizo del mundo indie que se acaba de subir al carro del metal. Sociología de salón a parte, el concierto fue atronador. Es casi imposible distinguir una nota en el furioso berrido del cantante y de las endiabladas ráfagas de distorsión.
Ellos y sus fans son la viva imagen de la idea del compromiso o la responsabilidad, algo hoy completamente desfasado.
Separados por el tremendo muro de hormigón de una de las salidas al puerto del Fòrum tocaban en el escenario contiguo Sleigh Bells.
Apadrinados por M.I.A, la gran madrina de la modernidad, que les ha producido el disco en su sello, la historia consiste en una mezcla de pop electrónico, hip-hop y hardcore gritón y guitarrero a más no poder. De hecho, sobre el escenario llevan dos guitarras y 12 enormes amplificadores Marshall.
Eso, y unas bases programadas y la voz y actitud de rockstar intencionadamente fuera de sus cabales (bastante mimetizada con la de su madrina) de Alexis Krauss
. Hubo un momento que en aquella zona del festival parecía que se libraba un concurso de rotura de tímpanos al alimón con sus vecinos de Napalm Death.
Horas antes —otro ejemplo de cómo seguir queriendo a alguien aunque pierda pelo, eche barriga y y le cueste todo un horror—, Chameleons pusieron hasta arriba uno de los grandes escenarios del PS. Los de Manchester son una de esas leyendas del rock (post-punk, para más señas) que al festival le gusta traer cada año en la tradicional cuota vintage.
Se trata de indagar anualmente en el rastro sonoro que dejaron los padres del lo que ofrece el resto de bandas del cartel.
Estos grupos, fuera del circuito de las exigencias profesionales, son una ruleta rusa que puede acabar en ridículo.
No es el caso. Después de unos diez años sin salir de gira, la banda, quién sabe realmente por qué, se ha vuelto a subir a la furgoneta. Mark Burgess, el vocalista, aguantó a pleno sol de la tarde las embestidas del tiempo y llegó a bajarse a cantar entre el público con la mítica Second Skind.
No fueron anécdota, sino los primeros en llenar uno de los escenarios principales del recinto (a golpe de lealtad también), que hasta bien entrada la noche no alcanzó los niveles de otros años.
El otro asunto que quedó claro es que toda la música, industria y artistas (lo ha dicho Jay Z, el rey Midas del hip-hop), miran ahora hacia la pista de baile.
Pasar este trago histórico consiste en invocar al pasado y que la catástrofe nos pille bailando. The Rapture estuvieron perfectos en ese trabajo.
La banda neoyorquina, una prolongación sonora del rock de Manhattan que encabezaron los Talking Heads muchos años antes, tiene un directo muy divertido.
El revival, del que también forma parte James Murphy (el dueño del sello en el que publican The Rapture) empezó cuando Rudolph Giulliani se puso burro y empezó a cargarse la fiesta en su ciudad. Ayer sonaron perfectos y lanzaron los hits de su último álbum (como How deep is your love) uno tras otro hasta las tres de la madrugada en un abarrotado escenario principal.
Lo mismo había hecho el enmascarado SBTRKT un poco antes con un apabullante despliegue rítmico de batería, sintes y bases.
Un fenómeno que fabrica una especie de house salvaje con perfecta voz soul que le acompaña en directo. O M83, los únicos que sobre el escenario, hasta el momento, han desplegado en el PS de este año algo parecido a un show con luminosa puesta en escena.
Bases electrónicas para la épica de sus canciones y una permanente subida sin rumbo a ninguna parte que solo alcanza algo parecido a un final, a un alivio colectivo, cuando la gente se pone por fin a bailar
. Así, y obsesionada con el pasado, aguarda parte de esta generación al desastre.
. También en la música, donde Internet lanza cada medio minuto a una nueva banda que enamora y decepciona igual de rápido, y donde pensar, decidir y pulsar "me gusta" no cuesta un maldito segundo
. Ayer, en la segunda jornada del Primavera Sound, intercalado con la celebración de lo contemporáneo (y lo era precisamente por su incesante viaje al pasado) y la consagración del baile como bálsamo a los tiempos que corren (The Rapture y M83), tres bandas se salieron del guion y hablaron del compromiso, un anacrónico trofeo.
The Cure y su colosal concierto, de dos horas y cuarenta minutos, monopolizaron el argumento de la noche. Sonaron tan bien, siguen siendo tan buenos y únicos que el precio de la fidelidad de las tres cuartas partes del aforo de la noche (ayer ya se parecía a esos 40.000 espectadores que la organización esperaba tener por día) fue una ganga.
Todas las bandas que tocaron a la misma hora que la legendaria obra de arte de Robert Smith —que tiene las cuerdas vocales intactas después de 20 años cantando— estuvieron condicionadas por su despliegue musical.
Todas menos Napalm Death, el cuarteto de death metal (grindcore es lo que inventaron) de Birmingham que sirvió de bandera al festival —junto al terrorífico delirio noruego de Mayhem— para este particular y extravagante revival hipster que atraviesa el género (este verano incluso se celebra un certamen en Benicàssim dedicado exclusivamente a este tipo de formaciones)
. Presos del brutal romanticismo que implica seguir a cuestas tanto tiempo con los principios, abarrotaron su escenario, sobre todo de incondicionales, pero también de mucho advenedizo del mundo indie que se acaba de subir al carro del metal. Sociología de salón a parte, el concierto fue atronador. Es casi imposible distinguir una nota en el furioso berrido del cantante y de las endiabladas ráfagas de distorsión.
Ellos y sus fans son la viva imagen de la idea del compromiso o la responsabilidad, algo hoy completamente desfasado.
Separados por el tremendo muro de hormigón de una de las salidas al puerto del Fòrum tocaban en el escenario contiguo Sleigh Bells.
Apadrinados por M.I.A, la gran madrina de la modernidad, que les ha producido el disco en su sello, la historia consiste en una mezcla de pop electrónico, hip-hop y hardcore gritón y guitarrero a más no poder. De hecho, sobre el escenario llevan dos guitarras y 12 enormes amplificadores Marshall.
Eso, y unas bases programadas y la voz y actitud de rockstar intencionadamente fuera de sus cabales (bastante mimetizada con la de su madrina) de Alexis Krauss
. Hubo un momento que en aquella zona del festival parecía que se libraba un concurso de rotura de tímpanos al alimón con sus vecinos de Napalm Death.
En el concierto de Napalm Death fue casi imposible distinguir una nota en el furioso berrido del cantante
Se trata de indagar anualmente en el rastro sonoro que dejaron los padres del lo que ofrece el resto de bandas del cartel.
Estos grupos, fuera del circuito de las exigencias profesionales, son una ruleta rusa que puede acabar en ridículo.
No es el caso. Después de unos diez años sin salir de gira, la banda, quién sabe realmente por qué, se ha vuelto a subir a la furgoneta. Mark Burgess, el vocalista, aguantó a pleno sol de la tarde las embestidas del tiempo y llegó a bajarse a cantar entre el público con la mítica Second Skind.
No fueron anécdota, sino los primeros en llenar uno de los escenarios principales del recinto (a golpe de lealtad también), que hasta bien entrada la noche no alcanzó los niveles de otros años.
El otro asunto que quedó claro es que toda la música, industria y artistas (lo ha dicho Jay Z, el rey Midas del hip-hop), miran ahora hacia la pista de baile.
Pasar este trago histórico consiste en invocar al pasado y que la catástrofe nos pille bailando. The Rapture estuvieron perfectos en ese trabajo.
La banda neoyorquina, una prolongación sonora del rock de Manhattan que encabezaron los Talking Heads muchos años antes, tiene un directo muy divertido.
El revival, del que también forma parte James Murphy (el dueño del sello en el que publican The Rapture) empezó cuando Rudolph Giulliani se puso burro y empezó a cargarse la fiesta en su ciudad. Ayer sonaron perfectos y lanzaron los hits de su último álbum (como How deep is your love) uno tras otro hasta las tres de la madrugada en un abarrotado escenario principal.
Lo mismo había hecho el enmascarado SBTRKT un poco antes con un apabullante despliegue rítmico de batería, sintes y bases.
Un fenómeno que fabrica una especie de house salvaje con perfecta voz soul que le acompaña en directo. O M83, los únicos que sobre el escenario, hasta el momento, han desplegado en el PS de este año algo parecido a un show con luminosa puesta en escena.
Bases electrónicas para la épica de sus canciones y una permanente subida sin rumbo a ninguna parte que solo alcanza algo parecido a un final, a un alivio colectivo, cuando la gente se pone por fin a bailar
. Así, y obsesionada con el pasado, aguarda parte de esta generación al desastre.
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