Si Einstein hubiera levantado la cabeza el pasado 23 de septiembre y hubiera leído la portada de El Mundo, que declaraba inaugurada la era de los viajes al pasado, lo más probable es que hubiera respondido: “De ser así lo sentiría por el buen Dios, porque mi teoría es correcta”.
Es lo que respondió en una situación similar, o peor.
El físico Dario Autiero y los científicos del experimento Opera del Instituto Nacional de Física Nuclear italiano habían medido una velocidad de vuelo de los neutrinos superior a la de la luz.
Hicieron el anuncio en el laboratorio Europeo de Física de partículas (CERN), que había intervenido marginalmente en el experimento como proveedor de neutrones.
En realidad, toda la plana mayor de la física teórica había arrugado el hocico ante el resultado anunciado en septiembre: que los neutrinos pueden viajar más rápido que la luz, un límite inviolable para la teoría de la relatividad de Einstein.
Parecían pensar, como hubiera hecho Einstein, que si el experimento contradecía la teoría, lo que estaba mal era el experimento, no la teoría.
Si la ciencia es esclava de los datos, esa puede parecer una actitud curiosa, arriesgada y hasta anticientífica: un ejemplo más del carácter conservador de la élite científica.
Pero Einstein y la élite científica tenían razón.
El experimento del CERN ha muerto y la teoría de Einstein sigue viva. Lo sentimos por el buen Dios. Y por el portadista que soñaba con viajar al pasado.Incluso el director científico del CERN, Sergio Bertolucci, admitía el viernes en Kioto: “Aunque este resultado no es tan emocionante como algunos habrían deseado, es lo que todos esperábamos en el fondo”. Buena salida, aunque por la tangente. Bertolucci logró incluso transmutar de algún modo el planchazo en una lección edificante.
“La historia atrapó la imaginación pública”, dijo, “y ha dado a la gente la oportunidad de ver en acción el método científico; un resultado inesperado se ha sometido a escrutinio, se ha investigado rigurosamente y se ha resuelto gracias, en parte, a la colaboración entre experimentos normalmente competitivos entre sí. Así es como la ciencia avanza”.
Es una excusa, aunque también es verdad.
Pero entonces, ¿a qué viene esa arrogancia de los físicos? ¿Es que acaso saben que la relatividad es verdad, hasta el extremo de no dar crédito a los experimentos que la contradicen? ¿No es la verdad un concepto ajeno a la ciencia, un cuerpo de conocimiento que se declara en permanente revisión? ¿No es esa al fin y al cabo la lección que nos dejó Karl Popper, para quien la esencia de una teoría científica que merezca tal nombre es justo su carácter provisional y refutable, su vocación autodestructiva, su humillación permanente ante la dictadura de los datos que escupen sin cesar los telescopios espaciales, los secuenciadores de genes y los aceleradores de partículas?
Ya ven que no: por ahora la teoría que hay que revisar no es la de Einstein, sino la de Popper.
Si la refutabilidad fuera el criterio del valor científico de una teoría, las agencias de evaluación ganarían todos los días el premio Nobel.
Los horóscopos son extremadamente refutables —bastaría guardar el periódico hasta el día siguiente para refutarlos todos de tauro a sagitario—, pero eso no los convierte en una teoría científica.
La gravitación de Newton no es una buena teoría por ser refutable, sino por ser simple, autoconsistente, fructífera y luminosa.
A grandes velocidades empieza a fallar y hay que sustituirla por la relatividad de Einstein, pero eso no tiene mucho que ver con una refutación popperiana: las ecuaciones de Newton viven dentro de las de Einstein.
No son mentira, sino el aspecto que ofrece la verdad mirada desde el balcón del primer piso.
Mientras desarrollaba las matemáticas de la relatividad general, Einstein ni se molestó en considerar los formalismos incompatibles con la gravitación clásica: sabía que Newton tenía que seguir siendo verdad desde el balcón del segundo piso.
Un mero ingrediente de una verdad mayor, sí, pero tan cierto como ella.
De modo similar, los líderes de la física teórica actual saben que la relatividad es solo un ingrediente de alguna verdad mayor que algún día ocupará el tercer piso
. Lo saben porque las ecuaciones de Einstein se deshacen en el mundo microscópico de las partículas subatómicas, y son incompatibles con la mecánica cuántica que rige a esas escalas.
Buscan una teoría más general y abstracta que abarque a ambas y resuelva esas contradicciones.
La relatividad aspira a formar parte de una teoría más amplia
. Pero eso es una cosa, y otra muy distinta es que los neutrinos superen la velocidad de la luz. Eso sería una refutación frontal de las que harían salivar a Popper. Implicaría que la mitad de la física del siglo XX es errónea.
Y no puede serlo.
Las dos bombas que estallaron sobre Hiroshima y Nagasaki son una consecuencia directa de la relatividad de Einstein, y por tanto pueden considerarse una demostración de que la velocidad de la luz es un límite fundamental de la naturaleza que nada puede rebasar
. La ecuación más famosa de la historia, E=mc2, no solo es el fundamento de la energía nuclear, sino también de la solar, porque es la razón de que las estrellas brillen.
Los láseres y las células fotoeléctricas se derivan de las teorías de Einstein, como la fibra óptica, las tripas de los ordenadores y los vuelos espaciales.
La relatividad general, la gran teoría actual sobre la gravedad, el tiempo y el espacio, y el fundamento de la cosmología moderna, predice la realidad física con una indecente cantidad de decimales.
Y el centro neurálgico de esta teoría es que la velocidad de la luz es un límite fundamental: la clase de frontera que no se saltan ni los neutrinos. Vendrán más profundas teorías que nos harán más sabios, y de las que la relatividad general será solo un caso especial, como la gravitación de Newton lo es de aquella
. Pero no puede ser mentira.
No en el sentido de Popper.
Einstein formuló la relatividad para responder a la pregunta: ¿qué ocurriría si una persona corriera tan deprisa que lograra alcanzar a una onda de luz?
La persona vería una onda de luz que está quieta, como parece quieto un tren que se mueve en paralelo al nuestro. Pero la velocidad de la luz es una ley fundamental de la naturaleza, y por tanto no puede parecerle quieta a nadie.
La solución de Einstein fue aceptar los hechos y derivar sus consecuencias lógicas, por extrañas que pareciesen.
La velocidad no es más que el espacio partido por el tiempo.
Si la velocidad de la luz tiene que ser constante aunque corras tanto como ella, es que el tiempo y el espacio no pueden serlo.
Esta teoría de 1905 se llama relatividad especial, y una de sus consecuencias directas es la célebre ecuación E=mc2, que reveló que la masa (m) y la energía (E) son dos caras de la misma moneda, y que una ínfima cantidad de masa puede convertirse en una gran cantidad de energía al multiplicarse por el cuadrado de la velocidad de la luz (c), que es un número enorme.
“Los científicos comparten la fe de Einstein en que el mundo es comprensible”, ha dicho el astrónomo real del Reino Unido, Martin Rees.
Adelantar a los fotones es incomprensible.
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