de José Miguel Junco Ezquerra, el Lunes, 28 de mayo de 2012 a la(s) 8:20 ·
EL HIJO PRÓDIGO
... El rabí lo miraba con ternura
y con algún horror. “¿Cómo (se dijo)
pude engendrar a este penoso hijo
y la inacción dejé, que es la cordura?”
El Golem.
J.L.Borges
Si hago caso a mis padres
de acuerdo con el cuarto mandamiento
-¿O era el quinto el de los padres
y el cuarto no matar?-
Bueno, si hago caso a mis padres, si los honro,
debo decir que yo prometía mucho de pequeño.
-Mis padres nunca se pusieron de acuerdo sobre qué prometía:
uno pensaba que llegaría muy lejos aunque no sabía adónde,
y el otro me miraba con el rabillo del ojo
porque estaba seguro de que algo podía ocurrir
en el momento más inesperado-
Pero de que iba a llegar, de eso, ni la menor duda.
Todo empezó a torcerse en el momento
en que, por el régimen dietético de entonces,
la cabeza empezó crecerme desmesuradamente
y era siempre la primera en llegar a todos lados.
Después llegaba yo, algo confuso,
intentando seguir los pasos a aquella enorme cabeza
siempre sudando y siempre constreñido.
Uno de mis padres pensaba que aquello era
un síntoma evidente de la genialidad que presentía en su hijo.
El otro, sin decirlo, pensaba en posibles alternativas
y en si iba a ser o no inevitable viajar al extranjero.
No obstante, con el tiempo, tras mucho entrenamiento,
conseguí acompasar mi ritmo de un modo razonable,
y cuando iba a algún sitio iba todo mi cuerpo al unísono
con los brazos y todo moviéndose ágilmente.
La cosa no fue bien con la escritura:
las letras se mezclaban y a mí, lo que de verdad me gustaba
era lo de contemplar la figura geométrica que se formaba
tras mis extravagantes, involuntarias combinaciones.
(Por razones nunca del todo claras tenía la tendencia
de ver tras cada combinación de letras
a mujeres desnudas en varias posiciones
lo que me hizo granjearme fama de concupiscente a destiempo)
Uno de mis padres seguía la pista a las figuras
porque entendía que demostraban que mi cerebro
iba mucho más allá de la evidencia.
El otro, más realista, a su pesar,
empezó a consultar en secreto a especialistas en deformidades
para ver si aquello tenía algún remedio, aunque lo dudaba.
Recuerdo que un día al volver de la escuela
comenté en el almuerzo que yo quería estudiar para ser médico
aunque me desmayara cuando veía la sangre
y no me gustara en absoluto cómo éramos por dentro.
Me había enamorado perdidamente de una enfermera rubia
y no se me ocurría nada mejor para atraerla
que deslumbrarla con mi bata blanca.
Uno de mis padres renunció para siempre
a estar emparentado con un genio.
El otro, que seguía mirándome con el rabillo del ojo,
se quedó meditando sobre la bata blanca,
aceptándola como un mal menor visto lo visto.
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