Hay algo inquietante y a la par atractivo en los otros. De una u otra manera misterioso. No pocas veces disponemos de numerosos procedimientos y estrategias para tenerlos lejos.
Junto a la escenificación de las grandes relaciones, de la permanente comunicación, tampoco faltan socialmente gestos sofisticados de distanciamiento.
A veces, curiosamente, consisten en estar cerca, supuestamente al lado, pero evitando todo contacto o, en lo posible, el mínimo. Así, incluso la cortesía, siendo valiosa, puede llegar a ser un buen mecanismo de indiferencia.
Sabemos reunirnos sin encontrarnos.
Los espectáculos masivos, las aglomeraciones multitudinarias, ratifican a su modo que es posible estar próximo a otros, sin estar realmente con ellos. Hay quizás una causa común, un entusiasmo compartido, un fervor participado, pero ello no evita el profundo desconocimiento de lo que cada quien es.
No es un argumento contra su celebración, simplemente conviene no esperar de eso lo que no viene a ser: un encuentro.
La justa defensa de los criterios y valores propios no impide la colaboración y la solidaridad.
Si sentimos que lo imposibilita, ello confirma que entendemos la competencia como eliminación del otro, considerado más como contrincante, como adversario, incluso como enemigo.
Y lo que nos inquieta no es lo que nos hará, sino la posibilidad misma de que incida, de que influya, de que afecte a nuestras vidas
. Hasta tal punto, que no lo deseamos ni en el caso de que pudiera aportarnos algo, si supone correr riesgos
. De ser así, el asunto es más determinante, lo que no nos gusta es que el otro sea otro.
Y nos ponemos a buen recaudo.
O lo situamos a él.
Coincidimos con los otros, nos vemos en los espacios de tránsito, en los desplazamientos, en los transportes públicos, en los lugares de esparcimiento o de trabajo. A su modo, son como nosotros, son nosotros, y nosotros con ellos, pero salvo esa importante vinculación, que nos otorga más un aire cómplice que común, esperamos la ocasión para volver cada quien “a lo suyo”
. O al menos en múltiples ocasiones parecería ser así.
No deja de ser curioso lo que significa que cada quien vaya “a lo suyo”, que no se agota en una precipitada consideración del individualismo y del egoísmo.Hay también un cierto oblicuo instinto de supervivencia y algún temor. Es significativo que, en una inadecuada lectura de la urgencia, de la competitividad y de las necesidades, sintamos al otro como un problema y no como un partícipe de un desafío común.
No faltan datos, cifras y estudios que con esta perspectiva anuncian los peligros.
Pero ya no se trata sólo de la repercusión social y económica de la asunción de quiénes somos nosotros cuando decimos “nosotros”, sino del alcance ético y político de esa repercusión que, de una u otra manera, nos invita a no atender en demasía a quien pasa o se encuentra a nuestro lado. Fría e indiferentemente deberíamos caminar a nuestros asuntos.
Pocas palabras, mejor ninguna, pocos gestos y, en definitiva, la mínima y anónima relación. En el extremo, se trataría, si hay que coincidir, que no haya que convivir. Incluso nos resultaría hostil que también ellos se sintieran solos. Eso es cosa nuestra, únicamente nuestra.
Siempre hay en el otro, considerado como extraño, un aire de extranjero, de alteridad irreductible, que no se pliega sin más a nuestras necesidades, sino que tiene las suyas propias.
Y ese valor, el del otro que desea, que sueña, que busca, hay quienes lo ven como un obstáculo. Y entonces, toda una proliferación de discursos supuestamente razonables amenaza con los riesgos que se derivarían de su aceptación.
No sólo queremos integrarlo en nuestras posiciones, le exigimos que las asimile y que se asimile a ellas. Tememos la relación con él, con su vida y su mundo, que entendemos como contaminación. No hacen falta más explicaciones, es otro.
No es tanto la confianza en nuestra condición, sino la precaución que nace de la inseguridad que desvelamos ante su proximidad o su llegada.
Sólo desde nuestra hospitalidad podríamos acogerlo en su diferencia, pero más bien corren tiempos y aires de temor por su incorporación.
Deambulamos cerca, pero tenemos demasiados problemas y preocupaciones, "como para que nos vengan con más”, decimos. Perdida tal vez en algún sentido la noción de compartirlos, uno de los efectos de la actual compleja situación podría ser la percepción de que lo mejor es verse lo menos involucrados posible con los otros.
Hay formas menos contundentes que las manifestadas, por ejemplo en Japón por los llamados “soushokukei-danshi”, “hombres herbívoros”. Contestan así a los valores de una sociedad empeñada en un trabajo y en un consumo devoradores. Y esto es muy relevante. Pero no deja de ser inquietante y significativa su respuesta
. Como sabemos, evitan al máximo el contacto corporal, oyen música o cantan a solas, en salas aisladas, no buscan ni compañía ni relación, dado que estiman que así viven, preservados, mejor. Muestran desinterés por el contacto real, la relación sentimental y la búsqueda de alternativas.
Les es suficiente con cuidar la apariencia física, la indumentaria, la dieta y vivir una vida tranquila alejados del sexo y del estrés competitivo de la sociedad.
Sería insuficiente con detenernos en esta descripción o en la desproporcionada concepción de aquellos a quienes les preocupa más la moda que el impacto ambiental o el cambio climático.
El alcance y la señal son mayores.
La permanente voluntad de hablar de sí ratifica que de lo que en definitiva se trata es de huir de la relación, por supuesto con los demás, pero quizás incluso también, a pesar de las apariencias, de tenerla en serio con uno mismo.
Imágenes: George Tooker, Lunch (1964); The Subway (1950); y The Waiting Room (1959).
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