Con tanta profecía apocalíptica sobre el periodismo en tiempos de crisis –la económica, la del papel y la de la casa de cada cual–, está una que no sabe si cortarse las puntas para animarse, o las arterias para acabar antes. Aquí no tiene el puesto asegurado ni nuestro hombre en Bruselas, y eso que allí es donde se cuecen las habas y las coles.
Pero si alguien se va a librar seguro de la limpia de la prensa, esa va a ser Naty Abascal, la gran dama del reporterismo rosa
. Esta semana, sin ir más lejos, se firma el ¡Hola! de arriba abajo sin que se le mueva un pelo del cardado, que de facha y empaque va sobrada, pero buen pelo no tiene precisamente nuestra colega. Del palacio de Joaquín Torres, el arquitecto de los megamillonarios de La Finca,
Naty baja a las cabañas de los niños pobres de Camboya haciendo escala en la Feria de Sevilla para presentarnos a la nueva generación de pijas andaluzas. Si eso no es ser una cronista versátil, prolífica y ubicua, que venga el maestro Juan Cruz y lo diga.
Mientras otros desprestigian su producto y tienen a leyendas del oficio chupando moqueta, ella no para de levantar primicias por aire, mar y tierra.
Acomodada en el coche de caballos de Cayetana, el yate de Valentino y el jet de Antik, el capo de Mango, que ella trabaja pero segura, y por menos de eso no se levanta de la cama, que decía Linda Evangelista.
Por lo demás, Naty no se arruga.
Ni ante el peligro ni ante las décadas. Para mí que, además de hoteles de primera, debe de exigir por contrato Photoshop en modo apisonadora: no había visto un careto más difuminado ni más borroso desde los de Bélmez.
Que nunca se le han caído los anillos por nada, dice la “musa de la solidaridad” (sic) en el reportaje de los niños camboyanos. Ni el Rolex Daytona que lleva en la muñeca, 9.000 euros el más económico, no te digo. Yo no niego que sea la señora más rumbosa, desprendida y bienintencionada del planeta, pero sin maldad ninguna te lo comento, Naty: no está igualitario posar con los más desfavorecidos con semejante peluco, igual que te digo una cosa te digo la otra.
Lo que no se le puede negar a la madre del cañón del duque de Feria es su condición de pionera de la globalización de las celebridades patrias. Ya puede Penélope dárselas de trabajar con Woody Allen, que Naty ya estuvo a sus órdenes –Bananas, 1971– años antes de que la de Alcobendas viniera al mundo.
Por no hablar de sus retratos de Avedon, sus posados en bolas cuando Playboy era un medio de culto, y sus noches locas en Studio 54 con su compadre Andy Warhol de caballero andante, a cada una lo suyo.
No me digas que con ese pasado mítico, reciclarse en gacetillera de calle no tiene mérito.
Esponsorizada de cabo a rabo como Fernando Alonso y con sus correspondientes créditos al lomo, que para eso le pagan las firmas su fantástico ritmo de vida.
Y, llegados a este punto, confieso por esta boca: perdóname, Naty, que no sé lo que digo.
Me he tirado todo este rollo a tu costa por no entrar a saco en la guerra de portadas que se marcan las revistas entre las dos princesas más mediáticas del ramo desde el episodio real en Botsuana: la de Asturias y la Innombrable. No es que me arrugue, que también: qué asco de cutis. Pero es que mis niñas comen como limas.
Pero si alguien se va a librar seguro de la limpia de la prensa, esa va a ser Naty Abascal, la gran dama del reporterismo rosa
. Esta semana, sin ir más lejos, se firma el ¡Hola! de arriba abajo sin que se le mueva un pelo del cardado, que de facha y empaque va sobrada, pero buen pelo no tiene precisamente nuestra colega. Del palacio de Joaquín Torres, el arquitecto de los megamillonarios de La Finca,
Naty baja a las cabañas de los niños pobres de Camboya haciendo escala en la Feria de Sevilla para presentarnos a la nueva generación de pijas andaluzas. Si eso no es ser una cronista versátil, prolífica y ubicua, que venga el maestro Juan Cruz y lo diga.
Mientras otros desprestigian su producto y tienen a leyendas del oficio chupando moqueta, ella no para de levantar primicias por aire, mar y tierra.
Acomodada en el coche de caballos de Cayetana, el yate de Valentino y el jet de Antik, el capo de Mango, que ella trabaja pero segura, y por menos de eso no se levanta de la cama, que decía Linda Evangelista.
Por lo demás, Naty no se arruga.
Ni ante el peligro ni ante las décadas. Para mí que, además de hoteles de primera, debe de exigir por contrato Photoshop en modo apisonadora: no había visto un careto más difuminado ni más borroso desde los de Bélmez.
Que nunca se le han caído los anillos por nada, dice la “musa de la solidaridad” (sic) en el reportaje de los niños camboyanos. Ni el Rolex Daytona que lleva en la muñeca, 9.000 euros el más económico, no te digo. Yo no niego que sea la señora más rumbosa, desprendida y bienintencionada del planeta, pero sin maldad ninguna te lo comento, Naty: no está igualitario posar con los más desfavorecidos con semejante peluco, igual que te digo una cosa te digo la otra.
Lo que no se le puede negar a la madre del cañón del duque de Feria es su condición de pionera de la globalización de las celebridades patrias. Ya puede Penélope dárselas de trabajar con Woody Allen, que Naty ya estuvo a sus órdenes –Bananas, 1971– años antes de que la de Alcobendas viniera al mundo.
Por no hablar de sus retratos de Avedon, sus posados en bolas cuando Playboy era un medio de culto, y sus noches locas en Studio 54 con su compadre Andy Warhol de caballero andante, a cada una lo suyo.
No me digas que con ese pasado mítico, reciclarse en gacetillera de calle no tiene mérito.
Esponsorizada de cabo a rabo como Fernando Alonso y con sus correspondientes créditos al lomo, que para eso le pagan las firmas su fantástico ritmo de vida.
Y, llegados a este punto, confieso por esta boca: perdóname, Naty, que no sé lo que digo.
Me he tirado todo este rollo a tu costa por no entrar a saco en la guerra de portadas que se marcan las revistas entre las dos princesas más mediáticas del ramo desde el episodio real en Botsuana: la de Asturias y la Innombrable. No es que me arrugue, que también: qué asco de cutis. Pero es que mis niñas comen como limas.
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