Miro atrás, buscando Gente entre las personas con las que traté profesionalmente a lo largo de esta peligrosa profesión y de mi no menos azaroso pasado. Yo venía de Fotogramas, una revista en donde todos los nombres merecían las letras negritas, y en EL PAÍS tuve ocasión de reencontrarles: actores y actrices, directores y productores, españoles y extranjeros.
Sin embargo, mi primer encuentro importante con un gente-people, tan como entendemos ahora, se produjo en agosto de 1983, y en Palma de Mallorca. Julio Iglesias tuvo a bien ponerse a mi alcance -motivo: un concierto benéfico presidido por la Reina-, y a partir de entonces me ha ocurrido lo que a Orson Welles después de dirigir Ciudadano Kane: no he hecho otra cosa que caer.
Por eso no les hablo de las personas a las que conocí, en mi descenso. No toca.
En Palma, un Iglesias fascinado por tener a alguien de EL PAÍS cerca -yo iba con Marisa Flórez a la cámara, y nos reímos lo que no está escrito-, llegó a llamarme “flaca”, pensando que me hacía un favor insultando mi inteligencia.
Sin embargo, el cantante me dio algo mejor: entrenamiento para lo que vendría cuando la dirección del diario considerara oportuno, en años venideros, que me hiciera cargo de la sección de chismes (con clase: yo fui la primera, permítanme el blasón) del suplemento veraniego, Hogueras de agosto.
Hay que aguantar mucho, cuando se quiere escribir lo que una ve, y tal como lo piensa.
En aquella estancia mallorquina me crucé también con Isabel Pantoja y su futuro difunto esposo, el torero Paquirri; por entonces, ambos, en viaje de novios.
También tengo un pasado con Pantoja. Le hice una cumplida entrevista para El País Semanal, cuando no era más que una cantante lanzada y una novia supuestamente virgen, dispuesta a casarse con el torero de moda
. Y estuve tan ladina que le arranqué su acuerdo con los tres supuestos del aborto. Le debió gustar el resultado, porque me invitó a la boda, en Sevilla. Lugar en donde casi fenecí arrasada por la multitud que invadió la iglesia, evento del que me salvó Jesús Quintero, alias El Loco de la Colina. Ya digo, ésta es una arriesgada profesión.
Creo que, para lo que nos ocupa -mi ascensión y caída, chapoteando en el Territorio Famoseo-, uno de los momentos más gloriosos de mi carrera se produjo durante mis agostos en Marbella, sobre todo al principio, cuando mis bífidas crónicas se publicaban diariamente y, en esa misma jornada -con sus día y su noche en las urbanizaciones enanoides de Puerto Banús-, tenía que huir del no menos en paz descanse Gil y Gil, de la también finada Carmina Ordóñez -por entonces muy amigada con Lolita-, y de la temible Micheline, esposa de Sean Connery, que se puso muy adusta porque la acusé -sí, hijos, una acusaba, por entonces- de dar la cara por su marido para que éste se escaqueara de sus compromisos golfísticos.
Por aquel entonces solía hacer mi aparición en los restaurantes y salas de juego -ah, aquel casino en donde jugaban impunemente jeques buscados por tráfico de armas-, sólo después de que un par de amables colegas hubieran inspeccionado el lugar, en busca de posibles enemigos.
Semejante aprendizaje -y haber estado en el yate de Kassogui, dotado de cajas de kleenex de oro- me preparó para lo que seguiría, siempre cumpliendo con mi papel de certera cronista estival. ¡Mallorca! ¡La realeza! ¡Los yates! ¡Las subscripciones para comprarle al Rey un nuevo Fortuna! Aunque es cierto que ya antes tuve que ver con lo más alto. Eso ocurrió cuando me codeé con Lady Di y Carlos de Inglaterra -de nuevo con Marisa Flórez a la cámara: hemos pasado muy buenos ratos juntas-, y con SS. SS. MM. MM. (los nuestros) durante la visita que la futura Princesa del Pueblo y el futuro Mr. Tampax realizaron a España y sus tesoros artísticos -cómo se aburría ella, con el entorno y el pariente-, recorriendo la princesa de Gales aquellas empinadas calles de Toledo con tacones de aguja.
Pero en Palma me hice mayor, me refiné, conocí gente, me afirmé en mi espíritu republicano y frecuenté con puntualidad el jardín de Marivent, en donde nos recibían don Juan Carlos y doña Sofía, quien, amablemente, hacía que nos repartieran agua para aguantar la calor.
Eran tiempos en que todavía no habían aparecido en el horizonte más que los Marichalar, sobre todo el cuñado, que surcaba las aguas de la ex Isla de la Calma en su moto náutica. La vida y sus desgastes me privaron nuevas aportaciones al núcleo fijo.
Y desde entonces, ya ven. No he hecho más que caer.
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