Los vínculos de afinidad y consanguinidad definen a la familia, pero hay ocasiones en las que, a fuerza de estiramientos, los lazos que la unen son tan ligeros que lo natural se vuelve artificial.
Y sin embargo, aun en esos momentos, nos aferramos a la estirpe. ¿Por necesidad, por educación, por cultura, por religión, o simplemente porque hay algo interior, genético, que lo demanda?
Los descendientes, nuevo trabajo del siempre interesante Alexander Payne, autor de Election, A propósito de Schmidt y Entre copas, se arma a partir de una de esas tesituras que obligan al protagonista y, por ende, también al espectador, a un conflicto moral, uno de esos cúmulos de circunstancias que hubiesen hecho las delicias del Krzysztof Kieslowski del Decálogo: en apenas unos días un hombre se ve sepultado por una doble losa; su mujer entra en coma tras un accidente y se entera de que esta le estaba siendo infiel. ¿Y ahora qué?
Semejante punto de partida puede dar lugar a variados tipos de relato, incluido uno rayano en el culebrón. Pero Payne opta, además de por el conflicto moral, por una valiente doble vía: primero, hurgar en los orígenes de la institución familiar casi como algo atávico; y segundo, otorgarle un tono de comedia, entre lo negro y lo dramático, que encienda el interés de las situaciones no sólo por el dolor intrínseco sino también por el componente ridículo extrínseco que contienen, lo que convierte a la película en algo tan fresco como trascendente.
Como suele ocurrir en Payne, en su puesta en escena se mezcla la naturalidad casi de documental con alguna imagen de impacto (la hija bajo el agua de la piscina) y, en el debe, detalles un tanto pedestres (¡esa única cortinilla!). Pero su escritura siempre es afilada, tanto por su humor como por su amor.
Los personajes se hacen venerables más por sus defectos que por sus virtudes, quizá porque sus deficiencias son también las nuestras. Lejos del maniqueísmo de buenos y malos, es la imperfección de todos y cada una de las criaturas de la película la que hace de ellas seres humanos.
Y, al igual que en la iraní Nader y Simin, una separación, otra de las grandes de la temporada, lo mejor de Los descendientes es que todos encuentran sus razones. Aunque sea para cagarla.
Y sin embargo, aun en esos momentos, nos aferramos a la estirpe. ¿Por necesidad, por educación, por cultura, por religión, o simplemente porque hay algo interior, genético, que lo demanda?
Los descendientes, nuevo trabajo del siempre interesante Alexander Payne, autor de Election, A propósito de Schmidt y Entre copas, se arma a partir de una de esas tesituras que obligan al protagonista y, por ende, también al espectador, a un conflicto moral, uno de esos cúmulos de circunstancias que hubiesen hecho las delicias del Krzysztof Kieslowski del Decálogo: en apenas unos días un hombre se ve sepultado por una doble losa; su mujer entra en coma tras un accidente y se entera de que esta le estaba siendo infiel. ¿Y ahora qué?
LOS DESCENDIENTES
Dirección: Alexander Payne.
Intérpretes: George Clooney, Shailene Woodley, Amara Miller, Nick Krause.
Género: drama. EE UU, 2011.
Duración: 115 minutos.
Dirección: Alexander Payne.
Intérpretes: George Clooney, Shailene Woodley, Amara Miller, Nick Krause.
Género: drama. EE UU, 2011.
Duración: 115 minutos.
Como suele ocurrir en Payne, en su puesta en escena se mezcla la naturalidad casi de documental con alguna imagen de impacto (la hija bajo el agua de la piscina) y, en el debe, detalles un tanto pedestres (¡esa única cortinilla!). Pero su escritura siempre es afilada, tanto por su humor como por su amor.
Los personajes se hacen venerables más por sus defectos que por sus virtudes, quizá porque sus deficiencias son también las nuestras. Lejos del maniqueísmo de buenos y malos, es la imperfección de todos y cada una de las criaturas de la película la que hace de ellas seres humanos.
Y, al igual que en la iraní Nader y Simin, una separación, otra de las grandes de la temporada, lo mejor de Los descendientes es que todos encuentran sus razones. Aunque sea para cagarla.
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