"¡He estado en El Escorial y es cojonudo!"
Hay quienes preguntan qué libros han de leer, para empezar; son en general jóvenes, pero los hay también personas mayores, o maduras, o camino de madurar, que han descubierto el placer de la lectura y quieren más; o hay quienes aún no han llegado a ese estadio del conocimiento de ese placer y quieren experimentarlo; tal como va la vida, a la velocidad que se desarrolla el abandono tácito de la lectura como entendimiento de la vida, o como placer, un día habrá cursillos, y no sólo en las escuelas, en los que se imparta esa buena nueva: leer es bueno, para la salud y para la vida.
Y para entender mejor qué pasa, para defendernos de lo que pasa.
En todo caso, hay gente que pregunta, y a veces me preguntan a mi mismo
. Les digo, muchas veces, que lean dos libros que muchas veces recomiendo aquí, Pura alegría, de Antonio Muñoz Molina, y La verdad de las mentiras, de Mario Vargas Llosa; de manera sistemática en el libro de Vargas Llosa y de forma más sentimental, más abierta, en el de Muñoz Molina, los dos autores hacen recorridos muy suculentos sobre lo que ha sido y está siendo su aventura de leer, sobre todo, la escritura del siglo XX, desde Kafka a Hemingway, desde Scott Fiztgerald a Malraux o a Albe; Vargas Llosa, en concreto, hace una lista de obras fundamentales para él y que son esenciales para entenderrt Camus.
Y de esos libros que él cita, yo subrayo siempre dos a los jóvenes (y a los que no lo son) que están buscándose libros para su estantería personal: El extranjero, de Camus, El gran Gatsby, de Scott Fitzgerald.
La lectura es como un cesto del que vas sacando regalos, o sugerencias de regalos; un libro te lleva al otro, y éste te mete en otro abismo sabroso.
Ahora me ha sucedido. En primer lugar, con las memorias, a veces abruptas, siempre bien informadas, a veces melancólicas, muchas veces injustas, sin duda difíciles de asimilar en algún tramo, de Christopher Hitchens, el periodista y filósofo (y polemista) inglés que murió en diciembre y cuyo libro publicó Debate.
Ese libro me llevó al libro de Martin Amis sobre Stalin (Koba el Temible, Anagrama), y también a Nada que temer, las memorias de Julian Barnes publicadas también por Anagrama. Ambas obras son citadas por Hitchens, y me fui a los originales, a seguir una especie de conversación necesariamente interrumpida entre el autor fallecido y estos dos autores que fueron cómplices (hasta cierto punto) de los mismos almuerzos ahora ya definitivamente imposibles.
Y algo parecido me ha sucedido con Azorín, el enflaquecido (y desaparecido) autor de nuestra adolescencia, el que cubrió de párrafos nuestros ejercicios de redacción y que luego ya no nos ha dicho nada, evidentemente no desde la tumba, pero tampoco desde los libros.
Pues me empeñé en leerlo estas vacaciones, y me llevé varias sorpresas, y sobre todo una, su libro Una hora de España, que nace de su intervención como nuevo académico, en 1924, y que supone un grado mayor de la literatura de la observación, una verdadera obra maestra de la que sin duda hablaré más adelante, aquí o en otro sitio.
Y leyendo ahora a Azorín, redescubriéndolo, me acordé de una célebre anécdota del humorista José Luis Coll. Fatigado, Coll llegó al atardecer al Café Gijón de Madrid, acudió a la zona de su tertulia y antes de sentarse exclamó:
--¡He estado esta mañana en El Escorial y es cojonudo!
Pues eso sentí leyendo a Azorín, como si acabara de aparecer, como si fuera una novedad. Leer a Azorín como si acabara de aparecer. No es mala experiencia. rejuvenece.
Como ir a El Escorial y simular que acaban de construirlo. Así es releer, me parece. Un placer, el placer del reencuentro.
Y para entender mejor qué pasa, para defendernos de lo que pasa.
En todo caso, hay gente que pregunta, y a veces me preguntan a mi mismo
. Les digo, muchas veces, que lean dos libros que muchas veces recomiendo aquí, Pura alegría, de Antonio Muñoz Molina, y La verdad de las mentiras, de Mario Vargas Llosa; de manera sistemática en el libro de Vargas Llosa y de forma más sentimental, más abierta, en el de Muñoz Molina, los dos autores hacen recorridos muy suculentos sobre lo que ha sido y está siendo su aventura de leer, sobre todo, la escritura del siglo XX, desde Kafka a Hemingway, desde Scott Fiztgerald a Malraux o a Albe; Vargas Llosa, en concreto, hace una lista de obras fundamentales para él y que son esenciales para entenderrt Camus.
Y de esos libros que él cita, yo subrayo siempre dos a los jóvenes (y a los que no lo son) que están buscándose libros para su estantería personal: El extranjero, de Camus, El gran Gatsby, de Scott Fitzgerald.
La lectura es como un cesto del que vas sacando regalos, o sugerencias de regalos; un libro te lleva al otro, y éste te mete en otro abismo sabroso.
Ahora me ha sucedido. En primer lugar, con las memorias, a veces abruptas, siempre bien informadas, a veces melancólicas, muchas veces injustas, sin duda difíciles de asimilar en algún tramo, de Christopher Hitchens, el periodista y filósofo (y polemista) inglés que murió en diciembre y cuyo libro publicó Debate.
Ese libro me llevó al libro de Martin Amis sobre Stalin (Koba el Temible, Anagrama), y también a Nada que temer, las memorias de Julian Barnes publicadas también por Anagrama. Ambas obras son citadas por Hitchens, y me fui a los originales, a seguir una especie de conversación necesariamente interrumpida entre el autor fallecido y estos dos autores que fueron cómplices (hasta cierto punto) de los mismos almuerzos ahora ya definitivamente imposibles.
Y algo parecido me ha sucedido con Azorín, el enflaquecido (y desaparecido) autor de nuestra adolescencia, el que cubrió de párrafos nuestros ejercicios de redacción y que luego ya no nos ha dicho nada, evidentemente no desde la tumba, pero tampoco desde los libros.
Pues me empeñé en leerlo estas vacaciones, y me llevé varias sorpresas, y sobre todo una, su libro Una hora de España, que nace de su intervención como nuevo académico, en 1924, y que supone un grado mayor de la literatura de la observación, una verdadera obra maestra de la que sin duda hablaré más adelante, aquí o en otro sitio.
Y leyendo ahora a Azorín, redescubriéndolo, me acordé de una célebre anécdota del humorista José Luis Coll. Fatigado, Coll llegó al atardecer al Café Gijón de Madrid, acudió a la zona de su tertulia y antes de sentarse exclamó:
--¡He estado esta mañana en El Escorial y es cojonudo!
Pues eso sentí leyendo a Azorín, como si acabara de aparecer, como si fuera una novedad. Leer a Azorín como si acabara de aparecer. No es mala experiencia. rejuvenece.
Como ir a El Escorial y simular que acaban de construirlo. Así es releer, me parece. Un placer, el placer del reencuentro.
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