Chile, blanquear la dictadura
Chile fue un disparo en el corazón del mundo, una herida mortal a la sensibilidad democrática, una reiteración alevosa de lo que había pasado en otros lugares; fue, para los españoles que no lo habían vivido, una representación feroz, presente, de un pasado que aquí no se había cerrado todavía, y sigue abierto.
El golpe militar de Pinochet, organizado con el apoyo tácito de Estados Unidos en un tiempo en que la gran potencia debilitaba de manera obscena a los que vivían en su patio trasero, acabó con el Gobierno de Allende y se llevó por delante a miles de personas, políticos o no, que la metralleta y la tortura hallaron a su paso. Como lo habíamos vivido (como nos lo contaron a los que no lo habíamos vivido), sabíamos a qué sonaban esos sables, como vocablos mortales lanzados sobre las cabezas de los disidentes. Hubo tortura, masacres, detenciones ilegales, persecuciones masivas de progresistas o de ciudadanos que, simplemente, estaban en contra de que se usurpara así el poder.
Pasó el tiempo, a Pinochet lo debilitaron la paciencia audaz de los demócratas y la presión internacional. Y fue en el extranjero donde finalmente el juez Baltasar Garzón ayudó a desnudarlo de los abundantes ropajes de su hipocresía. Ahora Chile es otro país, naturalmente, otra vez un país democrático en el que relucen, entre otros valores, algunos de los valores que ayudó a alimentar su historia: el respeto por la cultura y, cómo no, por la historia. Hasta que ha venido un ministro de Sebastián Piñera a interrumpir el sendero de respeto al pasado, a los perseguidos en ese pasado, y ha querido convertir la dictadura en un rasguño militar, en un régimen militar tan solo, como si hubiera sido el suspiro de un pie de página la dictadura sanguinaria de Augusto Pinochet.
Es un insulto a la historia, pero como la historia está llena, naturalmente, de seres humanos, es un insulto a la humanidad. Hay una famosa secuencia en la que un ministro de Educación que luego sería presidente de Chile, Ricardo Lagos, señala con el dedo a Pinochet, en un programa de televisión, para que responda ante la ciudadanía de los manejos que estaba estableciendo para quedarse para siempre con el poder. Ese episodio, de una enorme valentía, pues en ese momento el dictador militar estaba en la poltrona del poder que arrancó por la fuerza, se conoce en Chile, y en el mundo, como El dedo de Lagos.
A veces lo veo en Youtube, para confirmar con mis propios ojos el tamaño de la esperanza que tuvieron los chilenos, aun bajo aquel yugo, para oponerse y para exigir, en nombre de las virtudes de la democracia, que se apeara del desfiladero desde el que seguía observando a Chile como si fuera su finca. Ojalá ahora esa iniciativa que trata de blanquear la dictadura caiga bajo el dedo de los que, como Lagos, lucharon por un país que no quería ser dormido con mentiras.
El golpe militar de Pinochet, organizado con el apoyo tácito de Estados Unidos en un tiempo en que la gran potencia debilitaba de manera obscena a los que vivían en su patio trasero, acabó con el Gobierno de Allende y se llevó por delante a miles de personas, políticos o no, que la metralleta y la tortura hallaron a su paso. Como lo habíamos vivido (como nos lo contaron a los que no lo habíamos vivido), sabíamos a qué sonaban esos sables, como vocablos mortales lanzados sobre las cabezas de los disidentes. Hubo tortura, masacres, detenciones ilegales, persecuciones masivas de progresistas o de ciudadanos que, simplemente, estaban en contra de que se usurpara así el poder.
Pasó el tiempo, a Pinochet lo debilitaron la paciencia audaz de los demócratas y la presión internacional. Y fue en el extranjero donde finalmente el juez Baltasar Garzón ayudó a desnudarlo de los abundantes ropajes de su hipocresía. Ahora Chile es otro país, naturalmente, otra vez un país democrático en el que relucen, entre otros valores, algunos de los valores que ayudó a alimentar su historia: el respeto por la cultura y, cómo no, por la historia. Hasta que ha venido un ministro de Sebastián Piñera a interrumpir el sendero de respeto al pasado, a los perseguidos en ese pasado, y ha querido convertir la dictadura en un rasguño militar, en un régimen militar tan solo, como si hubiera sido el suspiro de un pie de página la dictadura sanguinaria de Augusto Pinochet.
Es un insulto a la historia, pero como la historia está llena, naturalmente, de seres humanos, es un insulto a la humanidad. Hay una famosa secuencia en la que un ministro de Educación que luego sería presidente de Chile, Ricardo Lagos, señala con el dedo a Pinochet, en un programa de televisión, para que responda ante la ciudadanía de los manejos que estaba estableciendo para quedarse para siempre con el poder. Ese episodio, de una enorme valentía, pues en ese momento el dictador militar estaba en la poltrona del poder que arrancó por la fuerza, se conoce en Chile, y en el mundo, como El dedo de Lagos.
A veces lo veo en Youtube, para confirmar con mis propios ojos el tamaño de la esperanza que tuvieron los chilenos, aun bajo aquel yugo, para oponerse y para exigir, en nombre de las virtudes de la democracia, que se apeara del desfiladero desde el que seguía observando a Chile como si fuera su finca. Ojalá ahora esa iniciativa que trata de blanquear la dictadura caiga bajo el dedo de los que, como Lagos, lucharon por un país que no quería ser dormido con mentiras.
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