Un Blues

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Del material conque están hechos los sueños

9 oct 2011

Ada o el Ardor, Nabokov

Qué placer produce la literatura en su estado más puro, ése que nos sumerge hasta la entraña de su concepción, hasta agotar todas las posibilidades de cada una de las palabras con las que está fabricada.
 Esa literatura que arrastra al lector por la pura fuerza de su estilo, por la pujanza incontrovertible de cada una de las frases, de los párrafos.
 Es difícil sustraerse al embrujo de una novela que parece escrita con una mágica capacidad de embeleso, como es “Ada o el ardor”.


No es nada nuevo que Vladimir Nabokov es uno de los escritores más preciosistas de todos los tiempos.
Epítome de la pasión por el estilo, su preocupación por la forma y por sus «divinos detalles» le convierte en un autor selecto y, en ocasiones, algo abstruso. Él mismo confesaba que escribía sin objetivo: «El libro que elaboro es algo subjetivo y específico. Cuando escribo mis cosas no tengo ningún propósito salvo escribirlas.»

Un detalle que no pasa desapercibido en “Ada o el ardor”, novela en la que el hilo conductor, de existir, es tan tenue como poderoso es el amor de sus protagonistas.
 Sí es cierto que la pasión de Ada y Van, hermanastros que se enamoran desde que se conocen en los últimos coletazos de su niñez y que prolongan su historia de amor a lo largo del tiempo, es un motivo que otorga unidad y entidad al libro.
 No obstante, la afirmación de Nabokov es muy ilustrativa, ya que las vicisitudes por las que pasan los dos amantes, los altibajos de su relación —que sufre algunas desgracias con el paso de los años, que se interrumpe y se retoma, que presencia separaciones y viajes, alejamientos y muertes—, no son tanto elementos de una trama definida, sino hitos estilísticos dentro de una vorágine formal.

Esto es al tiempo lo mejor y lo peor de la novela.
No hay duda de que atravesar más de quinientas páginas sin la brújula que otorga una trama es arduo: la sensación de que ni el mismo autor sabe bien hacia donde se dirige desconcierta en algunas ocasiones y exaspera en otras.
Hay partes del libro que desprenden tanta poesía que ésta se basta por sí misma para mantener la atención: como si de una composición musical se tratase, Nabokov puede mantener en vilo al lector simplemente gracias al embeleso que produce su hipnótica prosa; de hecho, los protagonistas basan buena parte de su encanto en el fabuloso despliegue verbal que el autor les concede.
El gusto del escritor por los juegos de palabras, por la inteligencia verbal, se traduce en una Ada exasperantemente sabia y en un Van apasionado por la esgrima estilística.

No obstante, la falta de rumbo termina por pasar factura y la parte final de la novela, después de tantos desencuentros y de tantos flemáticos episodios, se lastra con la inevitable sospecha de que tras la historia del amor entre Ada y su hermanastro Van no hay nada.

¿Y acaso importa (se podría preguntar más de uno)? No demasiado, porque el innegable genio del autor se basta y se sobra para hacer de su fútil epopeya un cuento de hadas que encandila al niño que se esconde dentro del lector.
Pero no se puede negar el hecho de que tanto circunloquio, tantas idas y venidas, tantas desventuras acaben por empobrecer el desarrollo de una trama que, aun endeble, podría haberse resuelto en menos espacio. Y no porque la extensión suponga un problema per se, sino porque la condensación de las experiencias de los protagonistas hubiera contribuido a la coherencia temática y otorgado al texto una profundidad y hondura que lo habrían enriquecido mucho.

Con todo, no hay más que releer el comienzo de esta reseña para comprender que la maestría de Nabokov contrarresta en buena medida esas deficiencias y hace de un detalle todo un asunto de capital importancia para construir una novela casi proustiana.
Cierto que hay pasajes extenuantes, y que el ritmo no se mantiene constante a lo largo de sus páginas, pero la magia de una prosa subyugante y unos personajes cincelados a golpe de imaginería verbal son elementos suficientes para hacer de “Ada o el ardor”, aun con sus deméritos, una novela excepcional.

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