MIRO pasar las nubes sobre el cerro, deshilachándose con solo sentir el arrebol en el vientre, juntándose después en un color de calamar, sin miedo a la deriva que las lleva no saben a dónde.
Todas las nubes concluyen en la noche. La que más sol soportaba durante el día a veces enseña su marca de hoguera. Es un resplandor, breve y modesto, en medio de la oscuridad. Todas las demás bogan obedientes, anónimas e incoloras.
Pobres nubes, pasto de las corrientes y de las miradas. Finalmente, ellas solas en el cielo sin nada.
Los borrachos en el interior del Okay se tambalean y recuperan el pulso para dar el estoque a la bola en el billar. En la pantalla del televisor, mujeres mueven el cuerpo y la boca, cabellos como si fueran ciertos.
¿Es cierta la vida?
Todas las noches se las llevan las nubes. Todos los ojos. Toda la vida.
Barcos fondeados a la estiba en Port Moresby, barcos con las amuras rojas, oxidadas a la vista de Dar es Salaam, barcos sin nadie a bordo y pura carga frente a los rascacielos de Hong Kong. Barcos que a veces vuelven del naufragio como el destello de poniente en la nube sorprendida. Barcos con las olas crecidas y bravas en la quilla, como si los mares siguieran girando.
Mis vecinos de abajo, los polacos, hablan con Cracovia.
En una de estas vueltas de la tierra se te terminará la cuerda. Te irás a lo que ansiaste, cuando eso menos que nunca ha existido. Te irás como las nubes que se echan sin luz a la noche, los barcos en el mar detenido.
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