“Había nacido para cantar”. Con esta sentencia, Van Morrison se refirió a Sam Cooke, la voz divina de la música negra, que hizo de maravillosa pasarela entre el gospel y el soul a finales de la década de los cincuenta.
Su timbre agudo y puro, repleto de alma, forma parte del mejor legado sonoro de Estados Unidos, como una luz incandescente que alumbra con mayor fuerza cuanto más pasa el tiempo.
Banda sonora de una época de cambios sociales, escuchar las canciones de Sam Cooke es sentir el abrazo de la vida: su trágico lamento, su alegría desenfrenada, su melancolía irremediable.
A pesar de dejar este mundo con tan solo 33 años, pocos vocalistas han conseguido clavarse tan certeramente en el corazón del oyente.
.Siempre parco en palabras, el León de Belfast no reparó en escribir en Rolling Stone sobre uno de sus grandes referentes artísticos, elegido entre los cinco mejores cantantes de la historia por la revista estadounidense.
Poco importa si merece ser el primero, el tercero o el quinto.
No hay lista que ilustre la emoción de sus interpretaciones, tan pulidas y melódicas que guardan el lustre del mejor mármol cincelado.
Es el brillo de una garganta cultivada en la gloria sentimental del gospel que encuentra su lugar en la fogosidad profana del soul.
El latido de una voz, tan profundamente humana y transcendental, que dio alas a toda una comunidad en EE UU en los mismos días que Rosa Parks se negó a ceder su asiento a un blanco en el autobús y Martin Luther King Jr. movilizó a los suyos para defender sus derechos.
Nacido en Clarksdale, Mississippi, el cantante, que realmente se llamaba Sam Cook y añadió a su nombre artístico posteriormente la letra “e”, fue el hijo de un reverendo baptista que se llevó a su familia a Chicago, donde acudió al mismo colegio que Nat King Cole.
Allí, pronto despuntó por su capacidad vocal e ingresó en formaciones juveniles de música religiosa. Con 19 años, pasó de rebote a cantar con The Soul Stirrers, una banda de gospel con relativo éxito que de un día para otro tuvo que sustituir a su vocalista principal Rebert H. Harris.
Bajo la sombra alargada de su antecesor, el joven cantante vio cómo sus compañeros se mostraron escépticos con respecto a sus condiciones pero, una vez con él como voz principal, grabaciones como Peace in the valley y Jesus gave me water triplicaron las ventas que lo anteriormente registrado con Harris.
Con una forma de cantar muy sencilla y hermosa, extraordinariamente directa, Cooke consiguió que los Soul Stirrers viviesen una nueva época. Tuvieron un mayor éxito comercial aunque sus ingresos principales provenían de sus numerosos conciertos. A título de ventas, el gospel no era el pop. La vida sobre un escenario le permitió forjarse como intérprete en directo.
Con su buena presencia y su sonrisa blanca como la seda, no tardó en conquistar a las audiencias y, como contaba Solomon Burke, convertirse en un verdadero rompecorazones para el público femenino.
En sus años con los Stirrers, mejoró su educación musical de la mano de Julius June Cheeks, un vocalista con el que compartió micrófono y escenario en 1954.
Artista muy crítico con el sistema de segregación racial de EE UU, Cheeks también influyó en su concepción política y social de la realidad afroamericana.
Ambos grabaron All right now a poco de producirse el histórico fallo de la Corte Suprema de EE UU Brown v. Board of Education of Topeka, que declaró anticonstitucional la separación de los estudiantes negros y blancos en las escuelas por negar la igualdad de oportunidades educativas.
La sentencia abrió el camino para la integración racial.
De alguna manera, en All right now hay una urgencia social que se asocia con la espiritual.
En ese cruce de caminos vitales reside el poder evocador de Sam Cooke y, por consiguiente, del más brillante soul posterior.
En la estupenda caja de tres discos Sam Cooke with The Soul Stirrers, se recoge esa composición y toda una trayectoria con la banda donde se muestra con precisión y gozo la evolución musical del cantante, impulsada en buena parte por su perspectiva social. A medida que pasan las canciones cronológicamente, el músico gana en liderazgo pero en su voz se va vislumbrando un intenso debate interno entre la modernidad y la tradición. Como Little Richard dejando el gospel por el rock’n’roll, Cooke hizo lo mismo al dejar a los Soul Stirrers y lanzarse en solitario a la música profana negra a finales de los cincuenta.
El cantante se deshizo de clichés y se recreó en su propio talento para no limitarse a un repertorio religioso y racial.
El objetivo era pertenecer al mundo del pop.
Lo que puede parecer una rebaja artística y humana en nuestros días tenía un significado profundo en la Norteamérica de primeros de los sesenta: cruzar fronteras estilísticas era solo el primer paso que un negro de una localidad pobre de Mississippi podía dar para echar abajo muros morales y alcanzar metas simbólicas.
Con su música, los negros querían llegar a las mismas cotas de los blancos, que pasaban por el reconocimiento y el dinero.
Con canciones como You send me, Sad Mood, Anorther saturday night o Twistin the nigh away, Cooke llegó a esa cota como casi ningún otro músico afroamericano había conseguido hasta entonces.
Nacido del gospel y el blues pero en la época del pop, el soul era un sonido norteamericano, propio de una existencia cultural.
Refiriéndose al jazz que surgió en Nueva Orleans a finales del siglo XIX, LeRoi Jones escribe en su magnífico libro Blues people que “los negros siguieron la línea de menor resistencia, una línea que consistía en adaptar una parte de la cultura blanca dominante a su propia personalidad, infundiéndole la fuerza de la cultura africana, todavía patente en ellos”.
Esa adaptación también se dio con el soul en la música popular de mitad del siglo XX y la protagonizó más que ningún otro artista Sam Cooke.
Pero, en 1964, fue acribillado a balazos por una recepcionista de un hotel de Los Angeles.
Existen todo tipo de teorías conspiratorias al respecto, como la que asegura que una mano negra quería acabar con él porque era una amenaza.
Dueño de su propio sello discográfico, inmerso de lleno en la industria, liderando la transición del gospel al soul con su obra y la ayuda que ofrecía a otros músicos como Bobby Womack, Lou Rawls o Billy Preston, Cooke era la viva imagen del éxito afroamericano.
No era un activista al uso pero, desde que publicó en 1962 Bring it on home to me, demostró a todo el mundo que tenía la virtud de llegar a la conciencia y al espíritu de su comunidad.
Como escribe Charlie Gillet en su Historia del rock: “Bring it on home to me fue la primera canción de varias que Cooke compuso sobre una frase hecha de la cultura negra, al darle un contexto específico y, además, una implicación de todos los significados con los que la frase se podía identificar”.
Algo que también sucedió un año después de su muerte con el éxito rotundo de A change is gonna come, inspirada en Blowin' in the wind de Bob Dylan.
Pieza interpretada desde entonces por todos los grandes del soul, A change is gonna come se convirtió en el himno del movimiento de los derechos civiles.
Lejos de quedar como un vestigio del pasado, esta canción como tantas del cancionero de Sam Cooke perduran con el mismo hechizo por la plenitud de su voz.
Tal y como decía Art Garfunkel: “Era capaz de lanzar una catarata de notas.
Sam es el primer cantante que recuerdo dando varias notas en una misma sílaba, cantando como si dijera: ‘Ya he dicho la palabra pero voy a decirla otra vez porque tengo el corazón repleto de sentimientos intentando salir”.
Sentimientos a raudales, nacidos para perdurar por siempre jamás.
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