Me entero por este mismo periódico -que es el suyo y el mío- que "España e Italia se asoman al abismo", un titular a cinco columnas ideal para que los ciudadanos de allí y de aquí salgamos a la calle a afrontar la bofetada canicular con el ánimo bien dispuesto y una canción en el corazón. Probablemente se trate de una metáfora realista, pero el realismo -ya lo decía Ray Bradbury en una de sus estupendas Crónicas marcianas- puede ser un infierno (quizás alfombrado de titulares como el citado).
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A ese reino de la oscuridad viajan, siguiendo las huellas de Orfeo, Ulises y Eneas para escudriñar sus respectivos destinos
Pensemos, pues, en el abismo, ese fecundo símbolo presente en el origen de todas las culturas y que, como explicaba Juan Eduardo Cirlot, posee una fascinante dualidad de sentido: de un lado, denota profundidad (también espiritual) y, de otro, es un trasunto de lo inferior, de lo, en cierto sentido, inhumano. El mundo surge precisamente del abismo: con él se inicia el Génesis ("Las tinieblas cubrían la haz del abismo"), que refunde antiquísimos mitos sumerios y babilonios, y a él será enviado el rebelde Satán a la primera de cambio. También para Hesiodo, el primer teólogo de Occidente, en el origen reinaba Caos, una personificación del "vacío que se produce en una abertura".
El abismo repele y atrae.
La literatura se hace muy tempranamente eco de esa paradoja, que elabora a partir de la fuente común de la mitología: al abismo se desciende como inevitable etapa en el desarrollo de todo héroe que se precie. Y es que todos los que consiguen regresar de allí, ascienden al mundo de la luz con algo: un tesoro o una revelación. El abismo adopta pronto la forma de Hades o Averno, el submundo donde moran los muertos y las divinidades ctónicas que les guardan.
A ese reino de la oscuridad viajan, siguiendo las huellas de Orfeo, Ulises y Eneas para escudriñar sus respectivos destinos.
A él desciende, para resucitar tres días más tarde, el Dios hecho hombre de la más extendida religión monoteísta.
Y a él, convertido ya en el Infierno del cristianismo, desciende Dante (acompañado de su maestro), elaborando la más detallada topología del sufrimiento humano, una especie de universo paralelo reflejado con todos sus matices en la imaginería medieval.
Tras el cansancio racionalista de las Luces, triunfa el abismo. A los románticos les atrae el lado oscuro de ese precipicio o sima espiritual en el que, más tarde, beberán insaciablemente Baudelaire y los poetas llamados malditos.
De esa dual atracción que ejerce el abismo dan buena cuenta dos libros muy distintos publicados el mismo año: Las memorias del subsuelo (de Dostoyevski), que nos sumerge en la espeleología de las profundidades del alma humana antes de que lo haga Freud, y Viaje al centro de la Tierra, de Verne, en el que el descenso es el motor de una aventura con los pies en el (sub)suelo.
La literatura contemporánea también explota profusamente tan socorrido motivo: Leopoldo Bloom sigue en el Dublín de sus días los pasos abismales de Odiseo, y también lo hacen a su modo, Hans Castorp en su montaña mágica y hasta el mago Gandalf de El señor de los anillos, que cae a la sima (para resurgir más tarde) mientras combate con el demoníaco balrog.
La lista de descensos al abismo contemporáneo se haría interminable.
Claro que, en cuestiones como estas, la literatura contemporánea ha encontrado un durísimo competidor en el periodismo.
Si, como afirma el titular, nos asomamos al abismo, quizás convendría que, aunque sea en recuadro y en cuerpo menor, sus autores nos proporcionen -además de un manual de instrucciones- algunas notas acerca de lo que nos podemos encontrar en él tanto si nos caemos por nuestro propio pie, como si alguien (quizás alguna agencia de calificación de riesgo) nos empuja dentro.
Entre tanto, y a falta de otra cosa, crucemos los dedos.
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