Ah de la vida!, a veces proclamas en medio de la selva, o del desierto, o entre las angosturas.
Como si volvieras de un sueño a la realidad, o de la realidad subieras a un sueño en el que se multiplica tu confusión, tu no saber, tu andar a tientas.
Todo está en orden, tus pasos continúan; respiras.
Están los pájaros piando, la arquitectura del firmamento fulgurando quién sabe para qué atención, las nubes descorridas.
Pero de repente te sacude esa extrañeza de haberte colado por una calle, por una escena de barrio, y no acabas de entender qué haces, o qué harías bajo otro cielo distinto.
Morir allá no es distinto a morir en otro lugar.
No hay, tampoco en eso, patrias diferentes.
Morir es universal, en el rincón prosaico de un hospital igual a todos, sábanas, cromados, paredes, luz artificial.
No tiene importancia. Nada, salvo la curva que va bajando y cerrándose. Sólo es como un desvanecimiento, unas ganas de palpar roca viva, tierra, la material existencia. Sólo son ganas, una y otra vez, de escribir una palabra que se correspondiera con el todo.
Publicado por José Carlos Cataño
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