Hasta hace poco había una gaviota sentada al borde del techo tomando el sol de la tarde. Ya es raro ver una gaviota apacible con el cielo despejado. Son grandes estilistas con el nubarrón y el viento cargado de lluvia.
Los vencejos, por su parte, danzan frente a una luna bastante crecida.
Los malestares, en una tarde tranquila, en vísperas de viaje. La tristeza, que no quiere saber de porqués.
A los malestares he aprendido a rumiarlos, a desalojarlos en apéndices que no pesan. A las viudas, también; a los desagradecimientos (y sólo yo sé lo que me digo y por qué).
No tanto es que uno haya aprendido, como que de los sinsabores se desprende uno apenas sin notar que lo hace. Impertérrito, con esos músculos del rostro que sólo se arrugan con el relumbre.
Uno va dejándolo todo atrás, y con tanto ahínco y la mayor naturalidad, que también se deja parte de lo que le queda de sí en algún lugar, que se borra pronto. A lo mejor es por eso la tristeza.
Miro los pájaros, una tarde de domingo, y la luna, cada vez más intensa sobre el suave azul. Aprendiendo, sólo lo hago calladamente a despedirme.
Llegué a tarde, adonde nunca nadie me llamaba, y así habré de irme. Pero entonces seré yo el indiferente.
Publicado por José Carlos Cataño
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