Érase una vez una mujer que quería matar al bebé de su vecina
Liudmila Petrushévskaia
Prólogo de Jorge Hernández
Traducción de Fernando Otero
Atalanta. Vilaür (Girona), 2011
248 páginas. 20 euros
Seres imaginarios, dolorosamente reales, protagonizan la mayor parte de esta antología ideal para adentrarse en el rico universo narrativo de Liudmila Petrushévskaia (Moscú, 1938).
Vieja conocida del lector español desde los noventa por Tiempo de noche y Amor inmortal, la más buzzatiana de los escritores rusos de nuestro tiempo ofrece aquí un amplio surtido de sus incursiones en las obsesiones de la gente normal, algo que en la URSS y en la Rusia de los últimos años parece comportar un plus de peligrosidad dadas las condiciones en que se construyó y derribó el socialismo.
Del mismo modo que Dino Buzzati en sus magistrales Siete pisos o Una cosa que empieza por L, Petrushévskaia utiliza las construcciones imaginarias (bloques de viviendas, hospitales) y las proyecciones del miedo a lo desconocido para trazar subidas y bajadas a los infiernos de la imaginación con las que alcanza sublimes piezas del terror fantástico: Higiene o El testamento del anciano monje bastarían para incluir a la autora entre los grandes del género.
El volumen reparte en cuatro bloques (Canción de los eslavos orientales, Alegorías, Réquiems y Cuentos de hadas) los acercamientos a una realidad que representa medio siglo largo de vida cotidiana; así, la larga noche de los tiempos deja de ser un lugar común para transformarse en una sucesión de escenarios bien reconocibles de la historia rusa: la guerra y su cosecha de muerte y locura (El brazo), el aislamiento del país y el atraso del mundo agrario (Los nuevos Robinson, El dios Poseidón) y la fractura entre la utopía y el proyecto político, en paralelo a la emigración y la coexistencia de minorías rusas en el extranjero (Un alma nueva). La escritora más premiada y mejor considerada de su generación es una cronista serena de la devastación que producen la soledad y el miedo en los individuos. Frente al destino, "lo único que nos puede salvar es la suerte", afirma la niña que relata la fuga de su familia a un aislado lugar del bosque; un sitio remoto en el que, por cierto, a veces amanece con "cielos despejados en toda España", tal como bromea el padre.
Petrushévskaia narra los momentos de reconocimiento en los que un alma gemela o un lugar entrañable "se hunden en la niebla de los recuerdos prohibidos"; personajes que disponen de un tercer ojo en el cuello para llorar su amargura y mujeres y hombres que sueñan los hijos que no tuvieron acaban encontrándose en un territorio que pertenece a la tradición oral, a los cuentos infantiles y populares y a la vez al mejor cuento moderno.
Parece imposible leer El padre, acaso el más conmovedor de los relatos, sin pensar en Chéjov, Cortázar o Calvino; el conjunto del libro prueba que la escritora -gran lectora de Cervantes- conoce bien las fronteras de la mente humana y consigue conectar con todo tipo de lectores, atormentados o felices.
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