ROSA MONTERO
En estos tiempos resbaladizos, una de las pocas cosas que podemos decir sin miedo a equivocarnos es que la vida es un maldito lío.
Una lectora me escribe contando que se sintió fatal porque, en medio del júbilo general, ella no se alegró de la muerte de Bin Laden.
La entiendo muy bien e incluso creo que mi desasosiego es aún peor, porque yo sí me alegré de la muerte de Laden, y al mismo tiempo me parece un sentimiento primitivo y bárbaro que no puede conducir a nada bueno.
En fin, ojalá lo hubieran detenido y lo hubieran llevado a juicio, en vez de entrar allí a sangre y fuego (por no mencionar las torturas en Guantánamo).
Pero la realidad se empeña en ser como es, tozudamente ambigua y éticamente gris, una realidad en la que toda decisión es conflictiva.
Las contradicciones se ven con especial claridad en el caso de Libia ¿Debemos estar ahí? ¿No debemos estar? ¿No se está convirtiendo la intervención occidental en un disparate? Además, lo cierto es que las guerras las carga el diablo...
O sea, al final siempre habrá demasiada muerte, siempre habrá dolor e injusticia.
Y, sin embargo...
Antes de esta intervención ya había empezado la masacre y Gadafi bombardeaba a la gente indefensa.
Yo hubiera deseado que se actuara antes, que se impidieran las primeras matanzas. Tal vez, entonces el conflicto no habría alcanzado estas dimensiones.
O sí, porque, como hemos dicho, las guerras las promueve el diablo.
Pero, ¿cuál es la otra opción? ¿Permanecer de brazos cruzados y mirando para otra parte, como hicimos en Ruanda mientras los hutus asesinaban a un millón de tutsis, o como repetimos en Sierra Leona, mientras pelaban a machetazos a los niños, cortándoles las orejas, las narices, los brazos, las piernas?
¿Puede uno sentirse éticamente más limpio tan solo porque, al volverte de espaldas, la sangre de las carnicerías te salpica menos?
A mí, la verdad, no me es bastante.
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