El 24 de mayo de 1941 nació en Duluth, Minnesota, Robert Allen Zimmerman, másconocido como Bob Dylan .
Desde entonces, los 70 años que han transcurrido hasta hoy han servido para alumbrar y consolidar al que seguramente es el músico más influyente de Estados Unidos.
Premio Pulitzer y Príncipe de Asturias de las Artes, Dylan es, al menos, el genio que ha guiado buena parte del rumbo sonoro del autor esta ruta norteamericana en sus años de existencia.
Un faro que ha arrojado luz en la oscuridad, unos acordes que han servido de trampolín sentimental y una lírica que ha inspirado algunos de los sueños más fugaces e inmortales en el inevitable tránsito de los años.
y todo tiene un significado, locura y lógica en un mismo jardín mientras hay un constante juego de palabras.
Me fasciné una vez en plena adolescencia, y después han sido tantas, con tanta sensación de magnitud y velocidad emocional, que han servido para considerar a Bob Dylan el hombre que ha ido señalando con el dedo, para bien o para mal, el camino a seguir. Situado en un olimpo particular, a pesar de sus errores, altibajos y el fanatismo que rodea su obra en algunos círculos musicales y que a veces roza el peligro público, Dylan es Dylan.
El músico que nadie conoce y todos estudian y observan.
El músico que ya pasó por allí. Síguele el rastro. Y, si das con él, confiésale que llevas toda la vida despertándote con <
No es nada nuevo: hay tantos Dylan como fieles y detractores.
Un sinfín de unos y otros. Sin importar el bando, aunque me asocio con los primeros por razones de mantener mi paso, lo más fascinante en este músico que huyó de Hibbing, la localidad donde creció, para ir a Nueva York y huyó de Nueva York, su Ítaca, para refugiarse en Nashville, y así una detrás de otra, es su auténtica estrategia de supervivencia.
Es la supervivencia del poeta. Y se llama ambigüedad.
En todos sus discos he encontrado motivos para amar la música, en todas sus etapas he fabulado con novelas de aventuras y redención y en todas sus entrevistas he dado con una persona que está muy por encima del músico medio.
Pero, casualidad o no, conocía Dylan con Highway 61 Revisited y eso marca como saltar en paracaídas en mitad de una lluvia de perseidas. Me hizo creer en la luna. En 1965, él, que había calzado una gorra y creyó ser la nueva reencarnación del espíritu del folk rural que viajaba de costa a costa de Estados Unidos a través de Woody Guthrie, Pete Seeger, Cisco Hudson o Ramblin’ Jack Elliot, estaba reescribiendo las letras de la música popular.
Y a mí, décadas después, me volaba la cabeza. Eran los riffs del órgano Hammond, esa guitarra eléctrica tocada a contrapie, las panderetas y armónica locas y la voz esquiva de Dylan.
Era el bing-bang en mis oídos.
Todavía hoy sigo descubriendo y redescubriendo a Dylan.
Un amigo me dijo hace mucho que, a medida que creces, Dylan te llega con más fuerza y se instala con cimientos más fuertes.
Es bueno saberlo para alguien que ha disfrutado mucho de sus últimos discos (quitando ese navideño), aún no siendo tan trascendentales como su etapa clásica. Y poco me importa el debate sobre su voz y su puesta en escena.
Hoy en día, es todo movimiento. A su edad y en época de vacas flacas, muestra un propósito artístico digno de admiración.
Hermético e ingenioso, Dylan ha sido comparado con Picasso o Einstein por su aportación a desentrañar el universo humano.
Seguramente, sea ir demasiado lejos, o tal vez no. Es innegable que su obra es ambiciosa y ofrece grandes momentos de gloria en sus respectivos contextos sociales.
Uno de sus discípulos más reconocidos, Bruce Springsteen, aseguró un día que "si Elvis liberaba tu cuerpo, Dylan liberaba tu mente".
Y en el camino a esa liberación, Dylan siempre ofreció el mejor rumbo.
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